Hace unas fechas ya: ha pasado el día del Domund, "Domingo mundial de las misiones".

  Quizá un año más también, mi conciencia ha quedado tranquila por el hecho de haber depositado unas monedas en una de la huchas que alguien ha puesto ante mí, junto con un interrogante a mi generosidad: "¿Nos da algo para las misiones?"...y un día más, de un año más, he colaborado, sí, he dado algo para el Domund, cumpliéndose así en lo que a mí corresponde, el objetivo de la campaña en su vertiente más fría: una persona, una limosna. También he entregado un sobre para el mismo fin, atendiendo a la anual demanda de mi parroquia. Tal vez se me ocurre pensar satisfecho:" Yo cumplí, ¡Si todos hiciesen lo mismo!" Desde luego, algo es algo, pero ¿no fué más allá mi generosidad? De ninguna forma pretendo que este escrito sea un juicio o una acusación ni para mí ni para nadie; solo intento reflejarme en él y pretendo que, de alguna forma, sirva para orientar nuestros pensamientos, no hacia nuestra limosna más o menos cuantiosa sino hacia las personas que, dejando atrás una vida muchas veces cómoda, tranquila, sin problemas, se fueron un día, con un rumbo no muy preciso, hacia lo desconocido, en busca del hermano necesitado, movidos por un sentimiento  admirable de generosidad y con el deseo de extender el reino de Dios.  

 Y por allí andan, por esas tierras a las que llegaron seguramente con las manos vacías pero con el corazón lleno, colmado de amor, para derramarlo a raudales entre aquellos a los que el evangelio da siempre prioridad: a los pobres. Y entre esos pobres viven ellos hoy, anónimos: no hubo fiesta el día en que se marcharon ni hubo fiesta el día que llegaron a su destino. En muchos casos, solo sus íntimos saben de su generosa aventura: son personas como tú, como yo pero que hacen real la creencia de que el amor todo lo puede. Viven el riesgo diario, la incomprensión, la intolerancia, el acoso que puede terminar en el martirio y la muerte. Gracias a sus esfuerzos, mimo y cuidados, aquellos pobres entre los que viven, van enriqueciéndose en formación, en conocimientos: ya leen, escriben, cultivan sus tierras, organizan sus familias para la convivencia y el trabajo, toman conciencia de su valor como personas, saben de una vida transcendente y, en fin, ríen, ríen con esa risa franca, patrimonio de los bienaventurados. ¡Cuántas veces, en imágenes, les hemos visto reír alegres, rodeando a sus misioneros, a esos hombres y mujeres cuyo único premio terreno puede ser precisamente esa  bendita risa...!

  Vaya por tanto este humilde escrito como modesto homenaje de respeto, agradecimiento y admiración hacia todos ellos, hombre o mujeres, seglares o religiosos, donde quiera que estén, como reconocimiento a lo que hacen por nosotros, esto es: las tareas más ingratas y sacrificadas a que nos obligan nuestras creencias. "Id por todo el mundo y proclamad el evangelio". Pido que no sean noticia de un día, sino que sean noticia constante porque constante es su labor, su entrega, su valor, su desprendimiento, Y también pido que pensemos y tengamos presente que esas huchas que anduvieron por nuestras calles estos días, han desaparecido de nuestra vista pero continúan todo el año abiertas a nuestra generosidad.

 Termino con el ruego de una sentida oración por ellos en la seguridad de que algo les ayudará si, como cristianos, creemos en el misterio del Cuerpo místico de Cristo o la Comunión de los santos.

  Que Dios les ayude y les dé fuerzas.  

    Francisco Alonso-Graña del Valle