Sabado, 23 de noviembre de 2024
Comentario sobre el libro de J.J. Esparza
"En busca de la derecha (perdida)", de José Javier Esparza
En este muy interesante y recomendable libro, se nos dice que la derecha está perdida y se nos describen los valores que, presuntamente, deberían rescatarse para que la derecha volviese a ser derecha de verdad.
En primer lugar, habría una forma de ser de derechas, que consiste en adoptar una posición relativa y coyuntural. Que es, probablemente, la de la derecha actual. Pero hay otra, en la que se sitúa Esparza, que lleva implícita la adopción de valores y principios, aunque puedan adaptarse al cambio de los tiempos.
Pero la derecha española, dice Esparza, tiene dos problemas para alcanzar el poder. Uno deriva de la organización territorial desde 1978. O sea, en los llamados “territorios comanches” (Cataluña y País Vasco) la derecha no está representada por una derecha nacional, sino por una derecha independentista.
La otra razón tiene que ver con el proceso de deslegitimación de los principios y valores de derecha, lo que es un problema europeo y no exclusivamente español. “.... en todo caso identificables y hasta cierto punto permanentes: la propiedad (no sólo económica), la familia, la tradición, el orden, la religión, la libertad personal concreta frente al orden social abstracto, lo espiritual frente a lo material, etc.” En primer lugar, la propiedad. No sólo estoy de acuerdo con su defensa, sino que cualquier opción política de derecha (tal como la entiendo y eso se verá en mis comentarios) tiene que incorporar la propiedad individual como uno de sus valores. La eliminación de la propiedad privada supone el dominio abrumador y prepotente del Estado frente al individuo y su iniciativa. De modo que la defensa de la propiedad privada no solamente hay que hacerla desde una perspectiva económica, por ser mejor, más eficaz y creadora de mayor riqueza. Es, además, una exigencia moral. Una defensa de la propiedad privada, y la consiguiente iniciativa individual, es un dique frente a la omnipresencia del Estado en todos los ámbitos de la vida. En segundo lugar, la familia. También estoy de acuerdo en la defensa de este valor. Las utopías, empezando por La República de Platón, incluyen la eliminación de la familia. Uno de los objetivos de la izquierda ha sido siempre la eliminación o debilitamiento de la familia. El motivo es sencillo. La familia es un núcleo social capaz de originar lealtades superiores y más exigentes que las lealtades que quieren los defensores del Estado omnipotente y omnipresente. Y esto resulta intolerable para los intervencionistas estatalistas.
En tercer lugar, la tradición. Es un importante valor. Sin duda. Aunque sólo sea porque nunca partimos de cero. Las tentaciones en sentido contrario han provenido, habitualmente, de la izquierda. “Para empezar, habrá que destruirlo todo. Toda nuestra maldita civilización deberá desaparecer antes de que podamos traer alguna decencia al mundo” (“Mourian”, en Les Thibaut, de Roger Martin du Gard). Sin embargo, nuestra relación con la (nuestra) tradición ha de consistir en un diálogo crítico. Ni aceptación acrítica, ni rechazo sin más. Es este diálogo con nuestro pasado lo que nos ayudará a entendernos mejor y entender nuestro presente.
En cuarto lugar, el orden. Por supuesto, aunque este valor exige, como todos, mayor concreción. Pero no es muy difícil exponer lo que se entiende por orden. Se supone que el ordenamiento jurídico vigente contribuye a tener una sociedad más ordenada por medio (entre otras cosas) de la solución pacífica y prevista (legalmente) de los conflictos. Pero ¿cualquier ordenamiento jurídico vale? No. Tiene que ser, además, un ordenamiento jurídico justo. Ya veremos, espero, lo que esto significa. En cambio, un ordenamiento jurídico injusto lo tendrían sociedades injustas como, por ejemplo, la de Corea del Norte, o de Cuba.
En quinto lugar, la religión. La inclusión de la religión, por parte de Esparza, me recuerda la propuesta del filósofo del derecho inglés, John Finnis. Según este profesor, una vida auténtica presupone ciertos bienes objetivos, que serían una especie de cualidades que hacen que la vida sea buena, deseable y valiosa. Según él, son los siguientes: vida, conocimiento, juego (en sentido amplio), experiencia estética, amistad o sociabilidad, razonabilidad práctica y religión. De todos modos, hay una diferencia fundamental entre lo que dice Esparza y la propuesta de Finnis. Los bienes objetivos de Finnis (no son demostrables) ya que se presuponen para que sea posible alcanzar una vida buena y valiosa. En todo caso, y volviendo a Esparza, no parece que ser religioso (tener una visión trascendente de la vida) sea un requisito ineludible de la derecha. Creo que se puede ser de derechas y no tener esta visión trascendente. Como cuestión de hecho y como deber ser. Esto no quita para que la religión sea objetivamente importante. Podemos verlo, incluso, en gentes de izquierda como Norberto Bobbio, que reconoce: “... la inspiración religiosa es muy capaz de ensanchar el ámbito de nuestra conducta benefactora más allá del círculo íntimo de parientes o amigos; y también que no hay mucho que podamos hacer para forzarnos a nosotros mismos a adquirir esta inspiración religiosa por más deseables que encontremos algunas de las consecuencias de disponer de ella...”
En sexto lugar, libertad personal concreta frente a orden social abstracto. Totalmente de acuerdo. El constructivismo es una grave amenaza para la libertad individual. Hay personas, y grupos, que creen que todo, al menos todo lo importante, se debe hacer de manera planificada y racional. De ahí su intento (tantas veces fallido y a un altísimo precio) de organizar planificadamente la sociedad desde una cúpula de dirigentes comprometidos con la liberación humana. Desde los planes quinquenales al “hombre nuevo”. Todo pensado y calculado desde arriba. Pero las cosas no son así. Muchos de los aspectos más importantes de la vida, como el amor o la amistad, no se consiguen gracias a un esfuerzo racional y planificado. Es lo que el sociólogo Jon Elster ha llamado subproductos. También el dinero es un subproducto y no el resultado de una planificación deliberada. Pero antes que Elster, John Stuart Mill dijo: “Jamás había dudado sobre la convicción de la felicidad constituye el punto crucial para todas las reglas de conducta y tampoco sobre el fin de la vida. Pero entonces pensé que tal fin sólo podía esperarse si no se lo convertía en un fin directo. Sólo son felices (pensé) quienes tienen las mentes fijas en algún otro objetivo diferente de la felicidad propia”.
Ahí podemos ver la locura socialista del “orden social abstracto”, construido racional y planificadamente desde arriba, frente a la libertad individual y concreta de los ciudadanos. En séptimo lugar, el bien común. Sigamos literalmente a Esparza. “¿Y acaso ese bien común no consiste, precisamente, en subordinar los intereses individuales al interés del conjunto? Sí. Pero con la fascinación neoliberal, todo eso se acabó”. Aquí está (junto con la “religión”, entendida por Esparza como un valor necesario de la derecha) una de las discrepancias. Creo que la derecha, la derecha de principios y valores, (no la simplemente gestionadora de lo que hay, de Rajoy) estaría equivocada si aceptara este planteamiento. Para empezar, no hay bien común. El bien común, en sentido estricto, es propio de sociedades primitivas, en las que no hay Estado, ni división social del trabajo (o es muy rudimentaria) y las relaciones de parentesco son fundamentales. En estas sociedades cerradas y, normalmente, demográficamente pequeñas, el bien común existe. Sin idealizaciones, pero hay un bien común que ayuda a la cohesión del grupo, a la supervivencia, y a la defensa frente a los peligros exteriores. Esto terminó hace tiempo.
En las actuales sociedades extensas hay una moral “tibia”, no una moral “cálida”. Y no puede haberla. El ciudadano que pasa a mi lado, y al que, seguramente, no veré más, no es mi hermano. Es un conciudadano. Al que debo respeto y él me debe respeto a mí. Y mi deber de solidaridad exige que pague mis impuestos para que se puedan construir escuelas y hospitales. Pero no lo quiero como quiero a mi familia y a mis amigos íntimos. Y no puedo. Y si me fuerzan, harán que el amor y la solidaridad sean forzados. O sea, una completa chapuza y falsedad. Esto no quita para que se fomente la generosidad. Voluntaria, por supuesto. Pero esta es otra historia.
Y no es necesario acudir a Mandeville y su “Fábula de las abejas”. Tratar de ganar dinero, legalmente, para el bienestar propio y de la propia familia, no es ningún vicio. Es una virtud. Por tanto, no es que los vicios privados se transformen en virtudes cuando pasan al terreno de lo público. Es que las virtudes, como la antes citada, hacen que, en general, las sociedades sean mejores. Por supuesto, si hay varios miles de “Teresas de Calcuta”, muchísimo mejor. Pero esto es un regalo. Es una bendición que, si la hay, debe agradecerse. Pero no se puede exigir la excelencia moral.
No es cierto que el egoísmo individual anule cualquier consideración acerca de los deberes públicos del sujeto. El egoísmo individual forma parte de la naturaleza humana. También la “simpatía altruista”, según Hume. Pero, en todo caso, el egoísmo puede moderarse. Lo que no se puede, salvo coacción, es eliminar el egoísmo en aras de un supuesto bien común. Digo “supuesto” porque en las sociedades democráticas y pluralistas, hay diversas opiniones acerca de lo que sea el “bien común”. Y los mínimos exigibles, sanidad, enseñanza y jubilación, están reconocidos, al menos, en este tipo de sociedades.
Es muy peligroso ir más allá de estos mínimos u otros parecidos. Ampliar la igualdad a costa de la libertad, no es gratis. No sólo en un sentido estrictamente económico, sino también político y moral. Además, no hay alternativa (hoy por hoy) a la economía de mercado. En palabras de Johan Norberg: “El desarrollo material del último siglo ha permitido que se haya liberado de la pobreza a más de 3.000 millones de seres humanos, lo cual es un hecho histórico sin parangón”.
Columnistas
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