Lunes, 29 de abril de 2024
Apólogo en tres fases
ÉRASE UNA VEZ … MÁS OTRA… MÁS OTRA
I
… Un oso: ni grande ni pequeño, ni muy bruto ni muy astuto. Un oso. Su fuerza, era su voz; su presencia, el cariñoso abrazo de una mirada solitaria puesta en el horizonte blanquigrís de su natural hábitat. Su espontánea etología era un tablero de comportamientos simultáneos e intenciones proyectadas en un lejano mapa de anhelos aún sin frustrar pero, presentía él, que dada la envergadura utópica de muchos de ellos, no se plasmarían jamás fuera del continente de la entelequia más absurda e irracional… Lo de irracional respondería a la más pura lógica de su reino (¿animal, a secas?); en cuanto a lo absurdo, resultaba ya más difícil y complicado de entender; pues si algo lleva impreso en su mapa genético un oso -como un jilguero, por un decir- es la coherencia en la sucesión y el ejercicio de sus actos vitales; es decir: la antinomia de lo absurdo.
Deambulaba el oso por bosques y planicies heladas en busca del sustento y río arriba encontraba el salmón, en el continuum de la cadena trófica universal… ¡Ah!, pero el oso no se conformaba sólo con la inherente función biológica del alimento. No. Él, reflexionaba acerca de un diálogo imposible a partir de una inteligencia también imposible. Sin embargo, la utopía anida en el deseo prospectivo de la búsqueda de lo materialmente inasible e inalcanzable, pero no por ello irreal e impensable. El oso, en fin, no era un peripatético. Sus andares en pisadas y huellas de paleontología anhelante y sublime, sorprenderían más tarde -quizás, mucho más tarde- a buscadores y epígonos de una ruta trazada hacia un destino invisible todavía, pero tal vez alcanzable en la antesala de su singular apocalipsis. (… continuará) Juan J. Rubio
Columnistas
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