Jueves, 05 de diciembre de 2024

Comentario al Evangelio del Domingo por Monseñor Jesús Sanz

La invitación farisea y la misericordia

     Salir en la foto es una de las cosas que a veces más se ve pasear por esos mundos del frívolo famoseo. No se tiene estima necesariamente de la persona con la que uno se quiere inmortalizar, ni se sitúa para aprender algo o para enmendar las cosas mejorables en la propia vida. Sólo se quiere aparentar. Y esto sucede también cuando se invita a comer a alguien, en ese  signo de amistad común en todas las culturas. El Evangelio de hoy nos narra un episodio de un fariseo que rogaba a Jesús que fuera a su casa porque le quería invitar a comer, pero en el fondo sólo se invitó a sí mismo. Así fue. Pero se coló una mujer conocida en la ciudad por sus pecados, y discretamente comenzó a llorar a los pies de Jesús, a besárselos y enjugarlos con los cabellos, a perfumarlos con el frasco de perfume que había traído. El fariseo viendo aquello, se puso a murmurar contra el maestro. Es decir, invitó a Jesús a comer como quien invita a una persona famosa, acaso para pavonearse de haber sido anfitrión del afamado maestro que estaba en la boca de todos.

     Es tremendo eso de esperar a Dios en los caminos que Él no frecuenta o empeñarse en enmendarle la plana cuando le vemos llegar por donde ni nos imaginamos. En esta entrañable escena, no obstante, lo más importante no era la desilusión defraudada del fariseo, sino la enseñanza de Jesús ante el comportamiento de aquella pobre mujer. Ella hizo lo que le faltó al fariseo en la más elemental cortesía oriental: acoger lavando los pies, secarlos y perfumarlos. Ella no lo hizo como gesto de educación refinada, pues no estaba en su casa ni era ella quien había invitado a Jesús, sino como gesto de conversión, como petición de perdón y como espera de misericordia. Ciertamente el Señor respondería con creces: no banalizaría el pecado de la mujer, pero valoraría infinitamente más el perdón que con aquel gesto ella suplicaba. El fariseo sólo vio en ella el error, mientras que Jesús acertó a ver sobre todo el amor: a quien mucho ama, mucho se le perdona.

     El fariseo y aquella mujer habían pecado, cada cual a su modo. El primero no lo reconoció mientras que ella supo pedir perdón, que es una forma de amor. La vida es como un banquete. En él podemos estar murmurando inútilmente los errores ajenos como el fariseo, o ser perdonados amorosamente como la mujer. Además de evitar los errores hemos de aprender a amar, creyendo que más grande que nuestra torpeza es la misericordia del Señor. Podemos estar con Jesús utilizando su presencia para poner en valor la nuestra, o podemos acogernos a su gracia para dejarnos perdonar y poder volver a empezar de nuevo desde la invitación de su misericordia.

     + Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
     Arzobispo de Oviedo


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