Sabado, 23 de noviembre de 2024
Beatificación de Juan Pablo II.
¡Menudo regalazo!
Se acerca el gran día de la beatificación de Juan Pablo II. Como suele ocurrir en las grandes reuniones familiares, la beatificación de Juan Pablo II supone un “testimonio de alegría y esperanza para toda la humanidad”, como afirmaba recientemente el cardenal Stanislaw Dziwisz, arzobispo de Cracovia y por cuarenta años secretario del Papa Juan Pablo II.
He de confesar que como un par de días antes es mi cumpleaños, he pedido de regalo poder estar en la plaza de San Pedro con los míos. Y mi marido, mis hijos y mis amigos han puesto todo su cariño y esfuerzo para que podamos vivir en primera persona el privilegio de la “unidad en la diversidad” de la Iglesia que nos brinda esta ocasión, y que nos confirma que “no estamos solos, sabemos lo que queremos”, como dice la canción.
A pesar de que cada una de las personas allí reunidas nos sabremos diferentes, con carismas distintos, e incluso, en muchas cuestiones, seguramente, con opiniones diferentes; no debemos olvidar que nos une algo muy importante: una llamada universal a la santidad, la obediencia al Magisterio de la Iglesia, el cariño filial por el Santo Padre y la certeza de que sin Jesucristo, sin Su Gracia, cualquier proyecto humano es imposible.
Como escribo en la conclusión de ¡Pide el cambio! Cartas a los jóvenes que sueñan con mejorar el mundo, “no quiero concluir este libro sin hacer una breve referencia a alguien que ha sido muy especial en mi vida. Se trata, ni más ni menos, que de Juan Pablo II.
Hoy más que nunca vuelven a mi memoria imágenes, palabras y gestos que he tenido el privilegio de compartir con él. Y como estoy en familia, con el cariño y el agradecimiento de una hija que ha recibido lo mejor de su padre, me gustaría compartir con vosotros a modo de homenaje filial, algunos de mis recuerdos acerca de de Juan Pablo II.
Unas vivencias que me han enriquecido, me hicieron madurar y se convirtieron en parte de mí, de mi forma de ser, de pensar y de actuar. Y cómo no, las transmito, como por osmosis, a los que Dios ha puesto a mi lado. Y, repito, como “es de buen nacido “ser agradecido” no quiero pasar la ocasión de darle las gracias públicamente: ¡Gracias! ¡Muchísimas gracias por ayudarme a ser un poco más humana! ¡Tú has sido un ejemplo de lucha incansable a favor de la libertad, la vida, la familia, la educación, la paz, la belleza, el amor, el servicio, la comprensión… Tú que has exprimido tu vida, siempre con una sonrisa en los labios, llevando el mensaje de Cristo por todos los rincones de la tierra, promoviendo el diálogo y la cooperación, defendiendo los principios básicos de la dignidad humana… ¡Tú me has hecho más humana! ¡Gracias!”
“¡No tengáis miedo! ¡Abrid las puertas a Cristo!”
Recuerdo muy bien estas palabras. Eran alrededor de las 6 de la tarde. Yo tenía entonces 17 años, regresaba del instituto. Con las carpetas todavía bajo el brazo, me senté junto a mi madre delante del televisor. La fumata blanca y el repicar de las campanas de la Capilla Sixtina anunciaron que ya teníamos Papa.
Habemus papam… Karolus Wojtyla Johaness Paules Secondo…
He de confesar que su simpatía, su sencillez, la naturalidad con la que se saltó el protocolo, y la fuerza de sus primeras palabras marcaron mi vida. Estas palabras que nos dirigió a todos, el Papa venido del Este, y que le acompañaron en sus innumerables viajes alrededor del mundo, que llegaron a todos los rincones de la tierra, no se me han olvidado nunca. Más aún, parece como que me las siga susurrando al oído, despacito, con una sonrisa, pero con la fuerza del que se sabe vencedor de la batalla.
Recordando un encuentro (escrito el 4 de abril de 2005)
Hace cosa de un año, mi marido y yo tuvimos la inmensa suerte de ser recibidos por el Santo Padre en una de sus audiencias.
La casualidad de haber alojado en nuestra casa a un matrimonio polaco de visita de trabajo en Barcelona, hizo posible cartearnos con un amigo suyo residente en el Vaticano. Cuál fue nuestra sorpresa al comprobar que se trataba del mismo D. Stanislaw Dziwisz.
Recuerdo, como si fuera hoy, que la noche anterior, después de la llamada del entonces secretario del Papa, no pude dormir de lo emocionada que estaba. Es más, me pase la noche pensando en todas las cosas que le quería decir al Santo Padre en el breve tiempo que iba a estar junto a él: Quería darle las gracias por sus palabras, por su ejemplo en los momentos difíciles, por su incansable apuesta por la vida, la familia y la mujer; por ser la referencia y apoyo en mi lucha diaria, por ser ejemplo de vida para mis hijos... Vamos, por un sinfín de cosas; o quizás, simplemente, por estar ahí, como un faro que me guía hacia el puerto en medio de la tormenta. ¡Aspiraba a contarle tantas cosas!
Nos levantamos temprano, como no podía ser de otra manera.
Recuerdo que, a pesar de ser una mañana lluviosa y gris, me pareció la mañana más maravillosa de mi vida.
Evidentemente, con el nerviosismo propio de una cita de tal envergadura, llegamos al Vaticano una hora antes de lo previsto.
Un guardia suizo nos esperaba en la Puerta de Bronce. Después de subir escaleras, cruzar patios, recorrer espectaculares pasillos, y atravesar varias salas, llegamos ante una puerta.
En aquel momento, no sabíamos dónde estábamos.
De repente… la una puerta se abrió. Y ahí estaba él, sentado en su biblioteca personal, sonriendo y esperando a una humilde hija que había recibido el regalo de su vida: Besar a Cristo en la tierra.
No puedo contar muy bien lo que ocurrió a continuación.
Sólo sé que me miró. ¡Qué mirada, Dios mío! Sentí que me traspasaba, que conocía todo de mí, y que poco era lo que le podía contar de mi vida. El Santo Padre acababa de verme tal y como soy, con mis innumerables defectos y mis escasas virtudes –alguna tengo-, y conocía perfectamente mis sentimientos, incluso, creo, que ya advertía mi perorata.
Una mirada –comprensiva, dulce, llena de amor, pero a la vez, firme y exigente–, directa al corazón, como una flecha, que te remueve por dentro.
Fue entones cuando recordé el pasaje del Evangelio donde se narra la conversión de María Magdalena… y entendí, por fin.
Con sólo una mirada de Jesús, esta mujer pecadora, lloró por sus pecados, se convirtió, y empezó su andadura por un camino nuevo.
Una vida que le llevó a ser una de las pocas mujeres valientes que estuvo junto al Señor hasta el final, al pie de la Cruz.
¿Y qué hice yo? Con todo mi discursito preparado, en ese momento, no pude articular ni una palabra y rompí a llorar.
Mientras lloraba y le tomaba de la mano –que no solté hasta que me fui– le enseñe la foto de mis hijos. Le dije lo mucho que le queríamos y rezábamos por el y le pedí que los bendijera. ¡Que momento! Para una madre católica no hay palabras para describirlo:
Poder presentar la corona de rosas de mi matrimonio al “dulce Cristo en la tierra” era algo que superaba mis expectativas.
¡Gracias, Santo Padre, por todo el cariño paternal que nos demostró en ese encuentro!
El viejo Papa y mi anciana madre
Cuando veo las imágenes de un Juan Pablo II enfermo y frágil, pero al pie del cañón y dando ejemplo de cómo debe llevarse el dolor, recuerdo los últimos días de enfermedad de mi madre, fallecida hace unos años.
Recuerdo que, a pesar de estar muy enferma, continuaba haciendo su oficio de madre: nos daba consejos, nos ayudaba a ser mejores, se interesaba por nuestros problemas, estaba pendiente de nuestras necesidades, nos sonreía, nos ofrecía esas miradas de complicidad que sólo una madre puede tener con sus hijos...
Todos queríamos cogerla de la mano, limpiarle la cara, demostrarle nuestro cariño, besarla aunque ella no se diera cuenta.
Simplemente queríamos que siguiera estando ahí, como una referencia y un maravilloso apoyo en nuestras vidas.
Creo que todo lo que acabo de decir es fácil de entender, sobre todo para aquellas personas que han perdido a un ser querido.
Pues bien, con Juan Pablo II me pasa lo mismo. Como hija suya, quiero que siga estando en nuestras vidas, le necesito.
Cómo dijo Benedicto XVI en una entrevista para la televisión pública de Polonia: “Para mí su paciencia en el sufrimiento ha sido una gran enseñanza, sobre todo el llegar a ver y sentir cómo estaba en las manos de Dios y cómo se abandonaba a su voluntad. A pesar de los dolores visibles, estaba sereno, porque estaba en las manos del Amor divino”.
¡Gracias por estar ahí! Carta a D. Stanislaw Dziwisz, tras el fallecimiento de Juan Pablo II (7 de abril de 2005)
Durante estos últimos días, tristes y gozosos al mismo tiempo para los católicos, me da la impresión que nos hemos olvidando de alguien.
Me refiero a las personas que más cerca han estado de Juan Pablo II y que, en estos momentos, se deben sentir muy afligidos por su perdida. Estoy hablando de su mayordomo personal, de su portavoz Joaquín Navarro Valls, de su joven asistente polaco Mieczylaw Mokrrzycki y de su médico personal.
Pero sobre todo, de usted D. Stanislaw y las tres hermanas polacas que le han acompañado durante todos estos años.
Me gustaría darles mí más sentido pésame. Quisiera hacerles llegar la compañía de todos los cristianos con un fuerte abrazo de consuelo y de agradecimiento por su dedicación a “nuestro Papa”. ¡Gracias por estar ahí! ¡Gracias por todo lo que le habéis ayudado! ¡Gracias por cuidarlo con tanta delicadeza y cariño! ¡Gracias!
Cuentan, que estos días, las hermanas no se separaban del féretro situado en la Basílica de san Pedro, y que todos los fieles que pasaban a rendirle su último homenaje, las veían acompañándolo en sus últimas horas entre nosotros .Y recordaba aquella imagen, tan humana, del perrito bueno y fiel a los pies de su amo. Sin querer separarse de él, sabe que junto a su amo es el mejor lugar donde puede estar, se siente tan bien que ni se mueve.
Y el amo, al mismo tiempo, le acaricia la cabeza demostrándole su cariño y su agradecimiento. ¡Con el coraje que me ha enseñado Juan Pablo II, quiero ser ese perrito bueno y fiel junto a mi Amo, sirviéndole en lo que me pida!
Mil gracias a todos.
Columnistas
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