Miercoles, 24 de abril de 2024

los progres

La libertad tenía un precio

La última o penúltima de la alcaldesa Ada Colau es una declaración institucional del Ayuntamiento de Barcelona contra la presencia de las Fuerzas Armadas en el Salón de la Enseñanza, que se celebra en la ciudad condal la próxima semana. La declaración, apoyada en sesión plenaria por la extrema izquierda y los separatistas, sostiene que la promoción de la profesión militar entre los jóvenes choca con "los valores de la cultura de la paz, los derechos humanos y la solidaridad internacional".

El pacifismo de la izquierda más sectaria no es un simple elemento folklórico, como a veces se podría pensar. Hay que verlo dentro de la lógica fundamental del progresismo, que consiste en negarse a ver el precio de las cosas, en pensar que todo es gratis, sin contrapartidas, que basta con decir "sí, se puede" para que todo sea posible. Se me entenderá perfectamente con unos cuantos ejemplos.

Progresista o de izquierdas es aquel que defiende con vehemencia el Estado del bienestar mientras denosta la economía de mercado, olvidando que es el sector privado el que financia con sus impuestos al sector público que tanto ensalza.

Progresista es aquel que condena la pobreza energética, es decir, que la factura eléctrica sea demasiado onerosa para algunos, mientras se opone a los combustibles fósiles, especialmente al fracking, y por supuesto a la energía nuclear.

Progresista es quien se conmueve ante el hambre en el mundo, mientras se opone a los cultivos transgénicos que permiten alimentar a millones de seres humanos, deplora que las empresas occidentales creen empleo en los países pobres y nos hiere los oídos con sus batucadas contra el libre comercio, que los agricultores y manufactureros del Tercer Mundo necesitan como el agua.

Progresista es aquel que loa una enseñanza universal de calidad, y al mismo tiempo trata de cargarse lo que la hace posible, que es la exigencia académica, la competencia entre centros de enseñanza y el derecho de los padres a elegir el que consideren más adecuado para sus hijos.

Progresista es aquel que clama contra la corrupción, al tiempo que defiende (tras la nefasta experiencia del mangoneo de partidos y sindicatos en las cajas de ahorro) una banca pública, que los políticos manejen aún más dinero y hasta que puedan seguir endeudándonos, sin enfadosos límites constitucionales como el artículo 135.

Progresista o de izquierdas es, en fin, quien enarbola la bandera de la libertad y la democracia, pero detesta profundamente a sus guardianes dentro y fuera de nuestras fronteras, que son ante todo las Fuerzas Armadas, la Policía Nacional y la Guardia Civil.

La izquierda era esto: libertad sin responsabilidad. No quiere comprender que sin responsabilidad, tampoco tenemos libertad. En teoría sólo los niños desconocen todavía que no todo lo que deseamos se puede conseguir, y que lo que sí es alcanzable, no lo es sin esfuerzo, sin sacrificio. Pero el progresismo se ha especializado en promover por tierra, mar y televisión a un tipo de individuo infantilizado y malcriado, que se cree con derecho a todo y sin obligación alguna.

Este fenómeno del infantilismo social se relaciona estrechamente con el odio del progresismo a la familia, que se disfraza hábilmente llamando "familia" a cualquier cosa. En una sociedad que pretende deconstruir frívolamente el principal caparazón institucional del ser humano desde la concepción hasta su muerte natural, el Estado tiende a usurpar un papel de tutor o Gran Hermano cada vez más patente, como se verifica incluso por la disolución de la privacidad a través de las redes sociales y la telebasura.

Por lo demás, el proceso es extrapolable a toda compartimentación y jerarquización social, que tradicionalmente ha encauzado y reducido la presión del poder. Se vacía la autoridad de padres, maestros, sacerdotes, mandos militares y agentes del orden, a fin de hacerla depender exclusivamente de (o más bien reabsorberla en) una autoridad política cada vez más centralizada y por tanto ilimitada, que de constituirse plenamente sería más despótica que todas las tiranías que conoció el mundo, antes de que Lenin y Hitler instauraran los primeros regímenes totalitarios.

No por casualidad, el pacifismo de Lenin tuvo una función decisiva en su conquista del poder. Fue prometiendo sacar a Rusia de la Primera Guerra Mundial, a cambio de ceder territorios a Alemania, como el líder bolchevique consiguió el apoyo de una gran parte de la población. Lo cual, irónicamente, condujo a su país a una sangrienta guerra civil, y dos décadas después al pacto germano-soviético que precipitó la Segunda Guerra Mundial, con la inestimable colaboración de esos otros grandes pacifistas que fueron Chamberlain y Daladier.

Porque esta es la segunda parte. La izquierda, tan pacifista, tan defensora de los trabajadores, ecologista y amante de la libertad y la cultura como se presenta, siempre termina igual: siendo más militarista que nadie, exigiendo más sacrificios que nadie a los trabajadores, destrozando el medio ambiente más que nadie, cerrando más escuelas y quemando más iglesias que nadie, prohibiendo más libros y persiguiendo a más artistas, intelectuales y disidentes que nadie.

Por suerte, no hay necesidad de que lleguen a conquistar el poder absoluto para que nos revelen su naturaleza. Ellos mismos, en sus momentos de relajación, nos anuncian sus verdaderas intenciones. Como el jefe de la Guardia Urbana de Ada Colau, Amadeu Recasens, quien hace unos meses, al tiempo que negaba que exista una amenaza exterior que justifique la necesidad de un ejército (Oriente Medio debe ser un cúmulo estelar situado al otro extremo de la galaxia), abogaba por la creación de una gendarmería catalana, con armamento pesado y entrenamiento militar. Seguramente, para velar por la unidad de España, el respeto a la propiedad y repartir caramelos entre los niños.

Inasequibles al desaliento y a las lecciones de la Historia, los progresistas seguirán dándonos lecciones de ética, y las miríadas de tontos útiles seguirán comprándoselas. Pero sobre todo, no les quepa la menor duda de que quienes tratamos de desenmascararles seguiremos siendo vituperados como unos fascistas de tomo y lomo. Es el precio que tenemos que pagar, y no vamos a ser nosotros quienes nos quejemos del coste que tienen todas las cosas que valen la pena.


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