Martes, 14 de enero de 2025
Carta Semanal del Arzobispo de Oviedo
Réquiem de otoño
En el otoño del tardo octubre y del noviembre apenas apuntado, tenemos un gesto consonante con lo que la naturaleza nos dibuja en estos días. Los senderos de nuestros valles y montañas han vuelto a extender su mejor alfombra. Hojas ocres y amarillas se nos rinden a los pies para dejarnos deambular por ellas entre la magia de su encanto. En este tiempo se respira un aire calmo, de serena nostalgia, que un ambiente ceniciento y fresco nos recuerda el paisaje otoñal, cuando la vida se pinta con colores pastel, el alma se serena y escuchamos con gusto y compostura algún réquiem adecuado.
Quedan atrás las holganzas veraniegas, los sopores del estío, la aventura de principiar un curso que se abre con tantas cosas por estrenar. Casi sin darnos cuenta estamos ya en este tiempo malva que huele a crisantemo, a castañas asadas con nuestro mejor "amagüestu" asturiano, a lluvia que perfuma la tierra, y los primerizos copos blancos que revisten nuestras cumbres de inocencia. Esto nos trae este tiempo bendito y brumoso.
Mes de orar por nuestros difuntos y avivar así nuestra esperanza, sabiendo que la muerte sólo tiene esa breve palabra penúltima, porque como decía el poeta "morir sólo es morir, morir se acaba", y luego viene la eternidad sin pausa. La que Cristo nos ha abierto con su resurrección. Aunque cuanto termina todo, tras una larga andadura o de modo abrupto tal vez, nos impone un letargo agostador casi siempre inesperado, casi siempre indeseado, pone presunto fin a lo que soñamos que no termine. Y de esto habla la liturgia exequial, que con inmensa delicadeza respeta el dolor debido, y nos abre con certeza a la esperanza.
Hay algo siempre ante la muerte que nos deja inquietos, como si fuera forzado el resistirse. Es una especie de rebelión la que sentimos en lo más hondo y más puro de nosotros mismos. El corazón nos impone de un modo fiero, cabal y terminante esta última verdad: no hemos nacido para la muerte. Y aunque desde que nacemos, desde que somos incluso concebidos, tenemos ya edad para morir, algo muy nuestro se nos pone en pie para decir que no, que no debería ser así. Pero es en esta santa rebeldía, que tiene más de oración que de blasfemia, cuando nuestro corazón se abraza a Dios y encuentra precisamente en Él al mayor mentor de nuestros anhelos más sinceros que nos bendice con el don de la paz en el alma.
No, no hemos nacido para la muerte. No nos engaña el corazón cuando nos demanda semejantes cosas, sino que viene a evidenciar una exigencia, una gran pregunta, que el mismo Dios humanado se hizo, porque el Dios humanado la hizo. La vida es maravillosa, es lo mejor que nos ha podido ocurrir. La vida como don recibido de Dios, como tarea que Él ha querido uncir a nuestras manos y a nuestra libertad, la vida como prolongación de tantas ansias incumplidas, tantos cantares compartidos, tantas esperas ensoñadas. Ahí está Él, el dador de todo bien, bendiciendo nuevamente con su bondad y embelleciendo con su hermosura, lo que de sus manos salió, porque la muerte sólo nos impone un hasta luego, un breve y fugaz adiós. Pero Cristo resucitado, vencedor de su muerte y de la nuestra, nos abrazará a nosotros y a cuantos hemos querido tanto, para nunca jamás separarnos, para adentrarnos en la casa de tantas moradas que nos quiso preparar. Este es el réquiem del otoño de la vida.
Mes de noviembre de colores cenicientos, de esperanza que enciende la luz en los ojos y llena el corazón de paz. Oremos por nuestros hermanos difuntos, y miremos el ejemplo que la Iglesia nos propone en los santos.
Columnistas
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