Viernes, 29 de marzo de 2024

Réplica

Cómo el Estado progresista modifica convicciones y costumbres (con el aplauso de ciertos liberales)

Agradezco a José Carlos Rodríguez su jugosa respuesta a mi artículo "Liberales y libertinos". Espero no estar simplificando demasiado si digo que lo esencial de su argumentación consiste en recordarme la distinción entre lo moral y lo legal (creo que se refiere a "lo legalmente permitido" cuando escribe "lo legítimo"), y afirmar que no todo lo moralmente correcto es jurídicamente exigible. El párrafo clave sería éste: "No hace falta ser un liberal posmoderno-amoral [?] para defender la libertad de ciertas acciones que son legítimas, aunque se consideren inmorales. Porque [?] hacer una condena moral no tiene por qué implicar una prohibición. Claro está que esa solución conservadora es reconfortante. Yo considero que algo es inmoral, y lo prohíbo. Pero es también perezosa y muy peligrosa".

José C. Rodríguez parece interpretar que propongo una Ginebra de Calvino, un Gran Hermano puritano que escudriña la esfera privada para obligar a los ciudadanos a la virtud, imponiendo jurídicamente todo tipo de obligaciones morales. Pero no dije que hubiese que prohibir todo lo inmoral. La conciencia de que no es posible exigir jurídicamente todo lo moralmente debido es muy antigua, ciertamente anterior al liberalismo. La encontramos ya en Santo Tomás: "La ley humana no prohíbe todos los vicios de los cuales se abstienen los virtuosos, sino sólo los más graves, aquéllos que la mayor parte de la multitud puede evitar, y sobre todo los que van en perjuicio de los demás, sin cuya prohibición la sociedad humana no podría sostenerse" (Suma Teológica, 1-2, q. 96, a. 2).

Pensadores posteriores "especialmente Kant- entenderán cada vez mejor que la ley no puede "hacer buenos a los hombres" directamente. La coacción jurídica sólo puede conseguir el cumplimiento externo de lo requerido por la moral, pero no la adhesión interna de la voluntad, imprescindible en una conducta verdaderamente virtuosa. En términos kantianos, la amenaza de sanción puede conseguir que el sujeto actúe "conforme al deber" [pflichtmässig], pero no "por deber".

La ley estatal sí deberá, por supuesto, exigir el cumplimiento de algunas obligaciones morales, y no para "hacer virtuosos a los hombres" a la fuerza, sino simplemente para posibilitar la convivencia. La ley deberá castigar el homicidio, el robo, etc., pues no hacerlo convertiría a la sociedad en el bellum omnium contra omnes hobbesiano. La ley debe garantizar la vida, la libertad (religiosa, de expresión, de asociación, etc.) y la propiedad de cada ciudadano.

Y aquí se produce la primera traición de lo que he llamado "liberalismo postmoderno". Muchos "liberales" actuales defienden el aborto dentro de ciertos plazos. Es una postura que habría indignado a los liberales clásicos. El aborto estaba penado en los tiempos de Locke, Montesquieu, Kant o Bastiat, con pleno acuerdo de éstos. Las leyes anti-aborto no pretenden "hacer virtuosa a la mujer", sino garantizar el derecho a la vida del ser humano en desarrollo.

Por lo demás, aunque el Derecho no pueda moralizar directamente (coactivamente) a los ciudadanos, sí puede y debe contribuir indirectamente a una atmósfera social-cultural favorecedora de la virtud. Ello es especialmente importante en una sociedad libre, sólo sostenible a largo plazo si los ciudadanos son responsables y virtuosos.

La contribución más importante que el Derecho puede hacer a la preservación de una "ecología moral" adecuada es la protección de la familia. Los liberales clásicos supieron que no puede haber sociedad libre sin familias fuertes, capaces de educar a sus hijos en la responsabilidad, el ahorro, el respeto a la ley, el cumplimiento de las promesas y la autoprovisión económica.

En los siglos XVIII y XIX, el Derecho tutelaba adecuadamente el vínculo matrimonial y la responsabilidad parental. Significativamente, el siglo XIX fue la edad de oro liberal, con Estados ligeros y poco intervencionistas, espectacular desarrollo económico (en los países más industrializados) y reconocimiento general del derecho de propiedad, la libertad religiosa y de expresión, etc. Los Estados decimonónicos podían ser ligeros porque las familias eran fuertes (también lo eran otros cuerpos intermedios de la sociedad civil: iglesias, organizaciones benéficas, vecinales, etc.; ese rico mundo asociativo cuya pujanza en EE.UU. suscitó la admiración de Tocqueville). Y el Derecho contribuía a la solidez familiar: permitiendo el divorcio sólo en casos extremos, penalizando el adulterio, negando reconocimiento jurídico a las parejas de hecho, etc.

En los últimos tiempos, sin embargo, el Estado se ha dedicado a una concienzuda deconstrucción del matrimonio. Por ejemplo, convirtiendo el vínculo nupcial en un contrato-basura, el único del mundo resoluble por mero capricho de una de las partes (¿dónde quedó el respeto liberal al cumplimiento de los acuerdos?). La ley de "divorcio exprés" ha tenido un impacto real en las costumbres de los españoles, duplicando el número de rupturas conyugales en pocos años.

Otras innovaciones jurídicas -la introducción del matrimonio gay, la permisión de la fecundación artificial con donante de semen anónimo, la concesión de efectos jurídicos a la mera cohabitación (lo cual desincentiva el matrimonio), el adoctrinamiento escolar en la ideología de género y en la permisividad sexual- han contribuido al desdibujamiento y retroceso de la institución familiar. El legislador ha convertido el matrimonio en una mera "comunidad de afecto y sociedad de ayuda mutua entre dos personas" (Tribunal Constitucional), que pueden ser del mismo o de distinto sexo, tener hijos o no, y que puede disolverse fácilmente tan pronto cambien de signo "los afectos". Los resultados están a la vista: rápida disminución del porcentaje de parejas casadas y del de niños que se crían con ambos progenitores.

Y esta descomposición de la familia es celebrada por los "liberales postmodernos" como una ampliación de la libertad personal. Han olvidado lo que sí supieron Washington, Madison o Tocqueville: que la familia es el "cimiento de la moral nacional", "semillero de virtudes" imprescindibles para la sostenibilidad de una sociedad abierta. Deconstruyéndola, el Estado liberal disuelve su propio fundamento, sus propias condiciones de posibilidad. No por casualidad, al tiempo que se fragilizaba la familia se fue desarrollando un "Estado del bienestar" elefantiásico, requerido en parte por la vulnerabilidad social resultante de la desintegración familiar (es frecuente, por ejemplo, que mujer e hijos queden por debajo del umbral de pobreza después de un divorcio; los hijos no educados por ambos progenitores incurren más frecuentemente en delincuencia juvenil, etc.).

Por todo lo anterior, me sorprende que José C. Rodríguez parezca incluirme entre "los conservadores que recurren al Estado para imponer su visión de lo que debe ser la moral". Han sido los ingenieros sociales "progresistas" los que han usado el poder del Estado para imponer su (anti)moral; ellos los que, mediante sucesivas intervenciones estatal-legislativas, han socavado una institución básica que, ella sí, era anterior al Estado y se había desarrollado espontáneamente en la sociedad. Durante milenios, el Estado apuntaló y protegió esa institución social con sus leyes. Desde hace algunas décadas parece empeñado en destruirla.

J C. Rodríguez termina afirmando que es necesario "evitar que el Estado meta sus manos muertas en la moral, al igual que lo es que las retire de la economía". Estamos de acuerdo en desear un Estado menos intervencionista en lo económico. Pero, en el aspecto moral, no es a los conservadores a quienes debe atacar, sino a los "progresistas" que llevan décadas educando moralmente a la población a través de leyes como las de aborto, divorcio, matrimonio gay, Educación para la Ciudadanía, Memoria Histórica, "igualdad" (como si España fuese Afganistán y las mujeres no disfrutasen desde hace décadas de los mismos derechos que los hombres), transexualidad, "discurso discriminador" y tantas otras.

En realidad, la neutralidad moral del Estado es imposible: el Estado siempre influye en las convicciones de la ciudadanía, pues las leyes tienen un efecto pedagógico. "El Derecho enseña": "para bien o para mal, el gobierno es un maestro poderoso y omnipresente", afirmó Louis Brandeis. Desde hace medio siglo, ese efecto pedagógico ha sido pernicioso, y ha acelerado, en lugar de contrarrestar, la tendencia a la desintegración familiar. Si es inevitable que "el Derecho enseñe", es crucial que enseñe lo bueno.


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