Sabado, 27 de abril de 2024
Carta semanal del arzobispo de Oviedo.
Cuando Dios no es un fantasma
Se pintan los fantasmas con sábana blanca. Es como revestir la misma nada, a la que por ponerle algo se le echa encima una sábana. El Resucitado se presenta en medio de aquel grupo con el saludo pascual: Paz a vosotros. Era una paz concreta y adecuada, justo la que necesitaban aquellos hombres tan “llenos de miedo por la sorpresa que creían ver a un fantasma”. Todo el relato es un alegato de realismo: la Resurrección no fue algo pacíficamente creído y adquirido por los discípulos, por lo que Jesús tendrá que convencerles de tantas maneras de que no era un fantasma, y que, al que vieron agonizar y morir colgado en una cruz, aquél mismo, estaba ahora delante de ellos. Parece como si Jesús estuviera respondiendo a las dudas y objeciones contra la Resurrección de tantas personas a través de los siglos. Era mucho lo que estaba en juego para su mensaje y su misión. No era una cuestión de deshacer sustos o satisfacer curiosidades, sino que la Resurrección evidenciaba que la muerte, como último enemigo del hombre, no tenía ya la palabra postrera, no era ya la mordaza fatal de la vida.
Es verdad que quedaban las señales de unas manos y unos pies marcados por un proceso de injusticia y sedición, por besos traicioneros y lágrimas cobardes, por el abandono más cruel de los humanos y el abandono misterioso del mismísimo Padre Dios. Al final de aquella primera semana santa de la historia, cuando Jesús, solo y abandonado, entregue su vida por aquellos que la machacaban de mil modos, cuando confíe su suerte en las manos paternales de Aquel que le envió, cuando inclinando la cabeza fenezca, y cuando sus discípulos se dispersen asustados, o se escapen fugitivos, o se encierren llenos de pavor... al final, digo, todo no ha terminado. Quedan las señales de la muerte, de todas las muertes, pero narradas por el eterno Viviente, por el resucitado para siempre.
Esto es lo que Jesús trata de explicarles con su aparición resucitada: no es el final sino el comienzo, porque empieza el tiempo nuevo, la hora de la Iglesia. Por eso Jerusalén era punto de llegada y de partida. Ahora nos toca a nosotros prolongar aquello que entonces comenzó. Quizás también nosotros tengamos señales de muerte, esas marcas que deja siempre el egoísmo, el rencor y la envidia, la indiferencia y la tristeza, las acciones del mal y las omisiones del bien. Pero Cristo ha resucitado en nosotros y podemos mostrar todas esas señales como Él mostró las suyas: la muerte ha sido vencida y el mal no tiene la última palabra. De esto somos testigos.
+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm Arzobispo de Oviedo
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