Jueves, 25 de abril de 2024
Comentario al Evangelio del Domingo por Monseñor Jesús Sanz
De Babel a Pentecostés
Estaba cantado, pero quedaba sólo contarlo. Se había prometido, pero había que saber esperarlo. Y fue un tiempo denso de aguardar el cumplimiento de aquellas dos promesas, precisamente las que Jesús hizo a sus discípulos antes de su ascensión al Padre: por una parte, que permanecería con, en y entre ellos hasta el final de los siglos (Mt 28,20); y por otra, que les enviaría desde el Padre al Espíritu Santo, que sería para ellos el Consolador, el que llevaría a plenitud lo que Jesús mismo había comenzado, recordándoles lo que Él les había revelado (Jn 14,26).
Tras la ascensión de Jesús, los discípulos volvieron a Jerusalén. Allí esperarían el cumplimiento de la promesa del Espíritu. “Todos los discípulos estaban juntos el día de Pentecostés” (Hch 2,1). En la sala donde se tuvo la última Cena (Lc 22,12), solían reunirse, eran concordes, y oraban con algunas mujeres y con María (Hch 1,14). La tradición cristiana siempre ha visto esta escena como el prototipo de la espera del Espíritu. La Madre de Jesús –y de los discípulos que engendró al pie de la Cruz del Señor (Jn19,27)–, era una mujer que sabía de la fidelidad de Dios, de cómo Él hace posible lo que para nosotros es imposible (Lc 1,37); era una mujer creyente que había aprendido a guardar en su corazón todo lo que Dios le manifestaba (Lc 2,51). Ella era, y sigue siendo, la que reunía a la Iglesia.
A diferencia de la torre de Babel, con la que los hombres trataban de construir su propia maravilla (Gén 11,1-9) para conquistar a ese Dios que no pudieron arrebatar comiendo la fruta prohibida del jardín del Edén (Gén 3,1-19), ahora en Jerusalén ocurría lo contrario: que las maravillas que se escuchaban eran las de Dios, y que lejos de ser víctimas de la confusión, aun hablando lenguas distintas, eran las justas y necesarias para entenderse.
Efectivamente, se trataba de hacer entender en todos los lenguajes lo que maravillosamente Dios había dicho y hecho. La misión de la Iglesia es continuar la de Jesús: “como el Padre me ha enviado, así también os envío yo” (Jn 20,21). Los discípulos de Jesús que formamos su Iglesia, como miembros de su “cuerpo” (1Cor 12,12), desde nuestras cualidades y dones, en nuestro tiempo y en nuestro lugar, estamos llamados a continuar lo que Jesús comenzó. El Espíritu nos da su fuerza, su luz, su consejo, su sabiduría para que a través nuestro también puedan seguir escuchando hablar de las maravillas de Dios y asomarse a su proyecto de amor otros hombres, culturas, situaciones. El Espíritu “traduce” desde nuestra vida, aquel viejo y nuevo mensaje. No la confusión de Babel, sino el multilingual y eterno anuncio de Pentecostés. Esto fue y sigue siendo el milagro y el regalo de la más hermosa Buena Noticia.
+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm Arzobispo de Oviedo
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