Hace algunos años conocí a una persona que había ocupado un puesto relevante en el Gobierno Vasco, y por motivos profesionales mantuve contacto con ella durante un tiempo. En nuestro primer encuentro tuvimos ocasión de sostener una interesante charla sobre temas diversos, en la que salió a relucir la cuestión de la paz y lo difícil que era muchas veces el conseguirla. Creo recordar que la conversación surgió en relación con recientes acontecimientos habidos en oriente próximo.

Lo cierto es que durante la conversación hablamos de que, para alcanzar la paz, en ocasiones era preciso realizar algunas concesiones por las partes involucradas en el conflicto. Incluso podría llegar a tener que asumirse la imposibilidad práctica de lograr una plena justicia. Mi interlocutor asintió de manera ostensible. Tiempo después descubrí lo cierta que a veces resulta la afirmación de Sartre: “si dos están de acuerdo, es por un malentendido”. En aquel entonces desconocía yo el papel destacado que mi compañero de tertulia había desempeñado en ciertas negociaciones secretas –no sé si más secretas que discretas- de miembros de su partido político con ETA.

En la resolución de conflictos es fundamental que las partes alcancen un punto de entendimiento, para lo cual es esperable que cedan en sus posiciones de partida. Así sucedió durante la transición política en España. Muchas personas que sufrieron en carne propia, o de personas próximas, el dolor producido por la violencia desatada entre las dos Españas, hubieron de mirar al futuro pasando de manera valiente y generosa por encima de su propio dolor. La paz que de esta manera se cimentó en esos años de la transición, no parece sensato que una generación después se cuestione.

Dos no pelean si uno no quiere. Es cierto. Pero cuando es uno el que golpea y el otro simplemente recibe, no resulta de aplicación el aserto, puesto que sencillamente no hay pelea: hay agresión. Por este motivo no pueden aplicarse las técnicas comunes de la resolución de conflictos en el caso del terrorismo. Aquí, la existencia de víctimas no resulta de un choque entre facciones que defienden ideas diferentes; eso sería un conflicto. La existencia de víctimas resulta de que algunos anteponen sus intereses –sean estos los que fueran- al derecho a la vida de los demás; y esto ya no es un conflicto, sino una agresión, y un estado de derecho tiene formas establecidas para remediarlo.

Ante situaciones de uno y otro tipo, cada una tratada como se debe, cabe un propósito común: hallar la paz. Y la paz únicamente puede edificarse sobre la justicia. Sólo un pueblo que asienta sus relaciones de convivencia en el reconocimiento del valor del ser humano, de cada persona que integra la sociedad, será capaz de vivir en armonía. Por ello, sólo una sociedad que alienta la justicia, reconociendo a cada cual lo que legítimamente le corresponde, en función de ese reconocimiento de su valor intrínseco como individuo, puede alcanzar una paz auténtica. De esta manera, la paz se revela como consecuencia natural de una sociedad en la que impera la justicia.

Y la justicia sólo puede alcanzarse de dos maneras. Una imperfecta, fruto de la aplicación obligada de las normas legales. Otra perfecta, que sería resultado de una sociedad que vive en su seno ese reconocimiento del valor del hombre, de la vida humana, de la solidaridad; una sociedad, en suma, cuya cultura está impregnada de unos valores que le permiten adherirse de una forma tangible, no solo teórica, a los versos de Schiller que ilustran el himno que nos hemos dado en Europa. No nos conformemos con lo imperfecto; pero al menos apliquémoslo, puesto que hasta este mínimo se cuestiona.