Jueves, 16 de enero de 2025

carta semanal del arzobispo

Hogar para todas las intemperies

Ocurrió en una plaza corriente, por donde la vida pasa con todos sus momentos en los que queda retratada la gente. Aquel día Jesús se quedó mirando a un grupo de niños que jugaban en la plaza. Los vio enfadarse, porfiar, cómo tocaban la flauta y entonaban cantares, o cómo se ponían serios cuando compartían sus pesares. Cosas de niños, las propias de una edad. Pero Jesús mirándolos, tomó nota y les se puso como ejemplo a sus impávidos discípulos que casi todos ellos ya eran unos hombretones barbados. Una plaza puede ser lugar donde admirar y quedarse prendado en lo que allí se aprende, incluso de los más pequeños. Una plaza y unas edades que se convierten en pretexto para que Dios allí nos diga algo que vale la pena ver, escuchar y aprender.

La vida es una plaza inmensa, con todos sus domicilios y todas sus edades, con tantas circunstancias en las que se puede situar la existencia de las personas. El Papa Francisco ha llamado a esta plaza grande que es la Tierra, la "casa común" que hemos de saber cuidar entre todos. Y es que la casa es la vocación última, por haber sido la vocación primera, a la que todos estamos convocados desde todas nuestras intemperies.

El hogar es ese terruño más de dentro, más de familia, más del espacio que nos vio nacer y crecer. Siempre hay una dimensión en la vida de las personas, que permite que nos sintamos y seamos verdaderamente en casa: como un lugar en donde no somos ni extranjeros ni extraños, en donde nos sabemos seguros, en donde la gente que nos quiere nos rodea, en donde saben nuestro nombre, donde han sabido descubrir nuestros talentos, y no se han escandalizado de nuestros límites y debilidades. Por eso, volver a ese recinto, a ese hogar, es decir con todo su sentido: qué alegría da volver a casa.

La Iglesia como un hogar que acoge. No es un zulo para esconder nuestras vergüenzas y maldades; no es una mansión que usurpamos para quedarnos en ella como "okupas"; no es un lugar donde evadirnos de lo que somos, de aquellos con los que estamos y de hacer lo que hacemos, como si fuera una casa de nadie y donde no cabe ninguno. No, es un hogar entrañable donde la acogida se da por parte del mismo Dios y por parte de los hermanos que en esa casa nos descubrimos como auténticos hijos.

La Iglesia quiere ser un hogar de la acogida en el sentido más bello y bondadoso de la expresión. Y esta es la razón por la que colaboramos unos y otros no solamente en la catequesis con la que formamos la fe de nuestros niños, jóvenes y adultos, ni tampoco únicamente en la expresión de esa fe a través de los sacramentos y la liturgia, sino también con la caridad que se hace gesto de solidaridad amorosa que sale al encuentro de los más necesitados. Estos son siempre los tres pilares sobre los que se edifica la comunidad cristiana: la liturgia y la oración, la catequesis y la formación, y la caridad y el compromiso con la justicia.

La Iglesia es algo más que una colecta, o una "X" que ponemos en la declaración de la renta, aunque esto sea un cauce de expresión de nuestra comunión hermanada o del reconocimiento que nos hacen personas que nos ayudan a ayudar. La Iglesia es sabernos miembros de una comunidad cristiana que celebra su fe, la forma y testimonia, y que pone nombre a las necesidades comunes que no duda en compartir. Además de las obras catequéticas y asistenciales, también las iglesias como tales, las ermitas, los centros parroquiales, son patrimonio de este pueblo de Dios que entre todos los que formamos parte de él debemos saber custodiarlo con gratitud y deseamos mantenerlo en pie. Qué bueno es que los hermanos vivan unidos en el hogar de Dios. Por tantos, por muchos, por todos.


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