La Vandea (o Vendée en francés) es una pequeña región en el centro de la costa atlántica de Francia. Hoy día, constituye un departamento de unos 7.000 km2 y 600.000 habitantes, dedicado principalmente al turismo. A finales del siglo XVIII era un enclave eminentemente agrario, con un campesinado tradicional y de fe profunda, muy similar, en cuanto a su perfil sociológico, a la Navarra y a cierta parte de Cataluña, por ejemplo, que más destacarían por su apoyo al carlismo 40 años más tarde.

El 14 de julio de 1789, con la simbólica toma de la Bastilla, estalla la Revolución Francesa. Como todos saben, fue precedida por la obra demoledora de los llamados “ilustrados” y enciclopedistas, antecedentes intelectuales de la violencia con la que se impuso y con la que acabó constituyendo un nuevo y subversivo ordenamiento del Estado inspirado en los principios masónicos, y ajeno, por consiguiente, a la ley natural y a la ley de Dios.

 Desde el primer momento, los revolucionarios hacen suyo el famoso “écrasez l Infame” (aplastad al Infame, es decir a Cristo y a su Iglesia) de Voltaire, y ya en 1789 comienzan a dictarse leyes contra los derechos de la Iglesia, como la supresión de los diezmos y la nacionalización de los bienes del clero. Francia se constituye formalmente como el primer Estado aconfesional, y, como tal, usurpa toda la obra educativa, sanitaria y de asistencia social de la Iglesia. En 1790 se suprimen las órdenes religiosas. Todas estas medidas, obviamente, no se hicieron efectivas en un clima de paz social, sino en medio de asesinatos, latrocinios, quemas de inmuebles y de patrimonio artístico, todo ello con la aquiescencia del poder revolucionario.

Finalmente, el 12 de julio de 1790 se aprueba la Constitución Civil del Clero. Con ella, el Estado se arrogaba el poder de organizar administrativamente la Iglesia (diócesis y parroquias), y, lo que es más grave, sometía la elección de párrocos y obispos a la decisión de una asamblea de ciudadanos, sustrayendo, por lo tanto, tales prerrogativas a la jurisdicción universal y plena del Papa. Los clérigos son obligados a jurar esta Constitución, condenando a penas de cárcel o deportación a los que no lo hacen. Entre los miembros del episcopado únicamente cuatro renegaron de la fidelidad a Roma, siendo uno de ellos el intrigante Talleyrand; entre los sacerdotes se calcula que la mitad llegaron a prestar juramento. El pueblo creyente, en su mayoría, se adhirió a los curas “refractarios” y asistía a sus misas clandestinas.

 El Papa Pío VI prohibió el juramento y excomulgó a los sacerdotes que lo prestaran el 12 de Marzo de 1791, obligando a retractarse a los que habían cedido. La consecuencia fue un cisma entre los juramentados que persistieron, y la mayoría fiel a Roma, los llamados “refractarios”. En Septiembre de 1792, comienzan las matanzas masivas, por parte de bandas revolucionarias, y en Marzo de 1793 se promulga oficialmente la condena a muerte de los “refractarios”, lo que ocasiona la salida de Francia de cuarenta mil sacerdotes y religiosos. Poco antes, en Enero, era ejecutado el rey Luis XVI.

Justo en esas fechas, en Febrero de 1793, se desencadena la rebelión de la Vandea, a raíz de una leva adicional de reclutas que pretendía imponer la Convención. En esta zona, se constituye el autodenominado Ejército Católico y Real, que obtiene rápidas victorias sobre las tropas revolucionarias y consigue, incluso, cruzar el Loira y avivar, al norte, la llamada “guerra de los chuanes”, donde ya se habían producido conatos de rebelión desde 1791. El 13 de marzo, bajo el mando de Jacques Cathelineau, los rebeldes toman la población de Chemillé, y el 14 de marzo, Cholet. Al grito de "¡Viva la Religión!", se levantaba en armas toda la Vandea.

Los campesinos sublevados utilizan como estandarte y llevan prendidas escarapelas del Sagrado Corazón de Jesús, en tela roja, encuadrado por las iniciales de Jesús y María. La rebelión vandeana fue un levantamiento eminentemente popular, que forzó a los titubeantes clérigos a tomar partido y obligó a salir de sus escondrijos de muchos nobles temerosos de significarse como contrarrevolucionarios.

El clima de los ejércitos vandeanos era profundamente religioso: las columnas avanzaban rezando el rosario y se lanzaban al asalto cantando el Vexilla Regis. Este mismo espíritu era el que impregnaba a sus primeros jefes populares, y acabó por contagiar a los nobles, que como Charette de la Contrie y de la Rochejaquelein, tuvieron que ser sacados casi a rastras de sus palacetes para encabezar la revuelta y acabaron por vivirla con entusiasmo y abnegación.

En Abril de 1793, y organizados ya por el general Bonchamps, los vandeanos comienzan a portar el estandarte blanco con la flor de lis, reclamando también su condición monárquica. En los meses siguientes, se suceden las victorias, salpicadas con algunas derrotas a manos de las tropas “azules” revolucionarias. En los últimos días del mes de Junio, fracasa el sitio de Nantes, lo que deja a los vandeanos sin salida al mar, es decir, sin la posibilidad de recibir ayuda logística y militar por parte de las potencias aliadas contra la Convención. En Agosto, sufren la primera gran derrota en Luçon, y en Octubre fracasa el intento de la Rochejaquelein, jefe de la columna principal, de abrirse paso hasta el puerto de Granville, donde esperaba la ayuda de una flota inglesa que nunca llegó a presentarse.

 Pese a todo prosiguen la lucha, llegando a ocupar la ciudad de Angers el 4 de Diciembre, en lo que fue el “canto del cisne” de la rebelión. El 23 de Diciembre finaliza la lucha organizada, y continúa el genocidio, que ya había comenzado en Octubre, con el asesinato de 10.000 vandeanos tras la batalla de Le Mans. En Nantes, se coloca a los niños en largas filas para ser ahogados en el río. Hasta Julio de 1794, son eliminados concienzudamente 3.000 sacerdotes de la región; violadas y asesinadas cientos de religiosas; descuartizadas vivas las muchachas; guillotinados indiscriminadamente niños, hombres y ancianos.

 La idea de exterminar a la población vandeana surge ya el 4 de Abril de 1793 a propuesta del ministro Barére. El 1 de Agosto, la Convención vota por la destrucción de la Vandea, de su riqueza agrícola y ganadera, y el 1 de Octubre se decreta el exterminio general: ser vandeano equivale a ser rebelde, y, por lo tanto, a estar condenado a muerte... y esto llegó a incluir a los que eran partidarios reconocidos de la Revolución. Para certificar la determinación revolucionaria de acabar con la región, se extiende la costumbre simbólica de cortar los miembros viriles de los ejecutados y colocarlos como adornos en los cinturones, y también la de hacer estallar cartuchos en el aparato genital de las mujeres. Se llegaron a barajar en la Convención todo tipo de métodos para acelerar el genocidio: primitivos gases tóxicos, envenenamiento del agua y del pan... Al final, se recurrió a la bayoneta indiscriminada, a la guillotina y a los ahogamientos masivos, ya no sólo de niños, en las poblaciones más importantes. El propio Napoleón se refirió a estos episodios más adelante como “carnicería”.

En números, la represión causó la muerte de unas 120.000 personas (sobre una población afectada de 815.000 habitantes) y la destrucción de una cuarta parte de todas las viviendas del país. 

¿Cómo acabó la historia? Napoleón, ese gran paso atrás de la Revolución para dar dos hacia adelante, pragmático y astuto, sabía que no acabarían los problemas en el Oeste hasta llegar a un acuerdo con la Iglesia. Por esta, y por otras razones similares, acabó por engatusar a Pío VII para firmar el Concordato de 1801. Como dijo en cierta ocasión al Consejo de Estado: "haciéndome católico, he acabado la guerra de la Vandea, haciéndome musulmán me establecí en Egipto. Si yo gobernara el pueblo judío, restablecería el templo de Sión".

La rebelión vandeana, pues, fue un ejemplo de resistencia militar lícita frente al poder ilegítimo de la Convención; ilegítimo de origen, pues pisoteaba los derechos del Rey, e ilegítimo de ejercicio, con toda su ristra de leyes inicuas, de blasfemias, de violencias y de sangre. Existía posibilidad real de victoria, pues no en vano los vandeanos mantuvieron en jaque a las tropas “azules” durante meses, y, de haberse producido tal triunfo, ciertamente se habrían evitado (o al menos retrasado) grandes males para Francia y para toda la Europa católica.