Martes, 16 de septiembre de 2025
LA TORRE DE BABEL
En el relato, por todos conocido y que se puede leer en el Génesis, el objetivo de sus constructores fue, nada menos, que alcanzar el cielo, lo cual no resultó del agrado divino, que se propuso interrumpir su construcción. Si yo hubiera sido Dios, creador del cielo y de la Tierra, hubiera destruido la torre con un terremoto, un huracán o simplemente de un manotazo; pero el Génesis nos habla de una solución mucho más elegante y sorprendente: de repente sus constructores empezaron a hablar en lenguas distintas, por lo que, al no entenderse entre ellos, no fueron capaces de continuar su construcción y se dispersaron por el mundo, repartiendo estas nuevas lenguas por toda su geografía.
Al margen de este mito sobre el origen y diversidad de las lenguas, a mi me parece que no tiene nada de bueno que los humanos tengamos dificultades de comunicación entre nosotros. Con frecuencia oigo expresiones como riqueza lingüística de España, o como que hay que hacer todo lo posible para evitar que desaparezca una lengua o dialecto, que hoy casi nadie habla. Pues no; lo mejor es que desaparezca de una vez aunque, antes de que eso ocurra, habría que recoger el máximo posible de documentación oral y escrita, para que pueda ser estudiada por historiadores y por quien lo desee.
El colmo del despropósito es el de los que se proponen crear nuevas lenguas, que nunca se han hablado en ninguna parte, y las meten en el plan de estudios de la enseñanza primaria y secundaria, utilizando la indefensión de los niños, para llevar a cabo un proyecto político o ganar dinero de alguna forma.
Cuantas menos lenguas haya, mejor para todos. La diversidad de lenguas no es una riqueza; es un problema. Ojalá los constructores de la Torre de Babel hubieran sido un poco más humildes y se hubieran conformado con construir una torre muy alta, la más alta si se quiere, pero sin más pretensiones.
Columnistas
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