Miercoles, 06 de agosto de 2025
en centroamerica
Las maras, en el epicentro de la "epidemia de violencia" en el Triángulo Norte
El Triángulo Norte, formado por El Salvador, Guatemala y Honduras, sufre una "epidemia de violencia" por culpa de las maras o pandillas, un fenómeno importado que ha evolucionado desde la cuestión identitaria a la organización criminal gracias a un contexto de pobreza, falta de oportunidades e instituciones débiles que expulsa a sus ciudadanos por miles.
"En Centroamérica existían pandillas callejeras antes de las guerras civiles, pero el fenómeno de las maras tal y como se entiende en nuestros días nació en los años 80 en Los Ángeles", explica María Luisa Pator Gómez, en 'Las maras centroamericanas, un problema de casi tres décadas', un análisis para el Instituto Español de Estudios Estratégicos (IEEE).
Las guerras civiles empujaron a numerosos ciudadanos del Triángulo Norte a Estados Unidos, siendo Los Ángeles el destino preferente. Entre los 80 y los 90 "la población inmigrante centroamericana en el vecino del norte se triplicó, lo que se tradujo en "exclusión social e incluso violencia étnica". Para defenderse, la diáspora centroamericana se unió primero a las "pandillas chicanas" y acabó formando las suyas.
La Mara Salvatrucha (MS-13) se erigió como la principal pandilla y ejerció una especie de tutela con Barrio 18, si bien la alianza se rompió en 1988 "a raíz de una pelea en una noche de fiesta pandillera en King Boulevard y desde ese día la guerra --'la causa', en argot pandillero-- entre 'los chicos de las letras' y 'los chicos de los números' se volvió incontenible".
Estados Unidos tomó medidas y en 1996 promulgó una ley para regular la inmigración con la que en la década siguiente devolvió al Triángulo Norte a 46.000 pandilleros y 200.000 "deportados comunes". Los retornados reprodujeron en El Salvador, Guatemala y Honduras su forma de vida en Los Angeles y captaron a jóvenes ya vinculados a grupos locales, provocando una "hibridación".
Según indica Pastor Gómez, las pandillas se importaron con tal facilidad porque había un marco propicio. En los años 90, los países centroamericanos estaban inmersos en los procesos de paz que siguieron a las guerras civiles, por lo que las maras encontraron estados débiles y aprovecharon el vacío de poder. "Desde entonces, mantienen subyugada y atemorizada a una gran parte de la población", apunta.
Las maras tienen en las ciudades su campo de operaciones y en los jóvenes su banco de pesca. Sus miembros proceden de barrios marginales con poca o ninguna presencia del Estado y de familias pobres que sobreviven con menos de 250 dólares mensuales. "Para estos chicos, las pandillas se convierten en un espacio alternativo de socialización y solidaridad en medio de un entorno adverso y hostil", comenta la experta del IEEE.
Aunque "existen múltiples razones para solicitar el ingreso en una mara", la búsqueda del reconocimiento social --"el entusiasmo de 'vacilar' a sus compañeros"-- es uno de los principales motivos. "También los hay que ingresan para protegerse de enemigos, para vengar la muerte de un amigo cercano o como una forma de obtener recursos económicos, drogas o mujeres". "Los menos" fueron obligados a hacerlo.
Pastor Gómez llama la atención sobre la relación entre la paternidad temprana y la incursión de los jóvenes en las pandillas. En El Salvador, "el 40 por ciento se convierte en padres antes de terminar la escuela o antes de los 18 años, lo que a su vez reduce las posibilidades de encontrar un empleo estable". Así, las necesidad de obtener recursos para sostener a su familia, junto a la falta de formación para conseguirlos de forma legal, "puede empujarlos a unirse a la pandilla".
Para entrar, deben superar "pruebas duras como fuertes agresiones" y, una vez dentro, están sometidos a "rígidas normas y valores" que les llevan a desarrollar "lazos de pertenencia (...) con la nueva 'familia', los cuales debilitan el vínculo con la propia familia y con la sociedad". El ascenso se produce a medida que van cometiendo homicidios para ganarse el respeto de sus compañeros.
Las maras "tienen una lógica territorial obsesiva". Consideran que el lugar en el que viven y actúan les pertenece y, en consecuencia, imponen códigos de conducta para sus miembros y los habitantes, algunos de los cuales les prestan su apoyo, bien porque alguno de sus familiares es de la pandilla, bien como "halcones, una especie de espías que son sus ojos y sus oídos".
Una de sus grandes actividades es la extorsión. Al establecerse como un poder alternativo al Estado, cobran tributos --"rentas" o "pisos"-- a pequeños negocios y vecinos que oscilan entre los 100 y los 5.000 dólares mensuales. Aquellos que no pagan o se retrasan en el pago se exponen al secuestro o incluso a la muerte. A ello se suman el 'narcomenudeo', el sicariato y el cobro a las prostitutas.
Como resultado, Centroamérica ha alcanzado "una de las tasas de homicidio y criminalidad más altas del mundo". Según el último informe de la Oficina de la ONU contra la Droga y el Delito (UNODC), en América, con solo el 13 por ciento de la población mundial, se registra el 42 por ciento de las víctimas. La Organización Mundial de la Salud (OMS), por su parte, estima que cuando se superan los diez homicidios por cada 100.000 habitantes se vive una "epidemia de violencia", un umbral ampliamente rebasado en el Triángulo Norte.
El Salvador llegó a batir récord, con 69 homicidios por cada 100.000 habitantes, un nivel de violencia equiparable al de la guerra civil. En los últimos años, ha ido cayendo hasta situarse en 36 en 2019, de acuerdo con Insight Crime, que lo atribuye, más que al nuevo enfoque del Gobierno de Nayib Bukele, a "un plan concertado entre MS-13 y Barrio 18 para dejar de cometer asesinatos con el fin de mantener el control territorial y evitar enfrentamientos letales con las fuerzas de seguridad".
Honduras, en cambio, se mantiene en 41,2, colocándose en el podio de los países más violentos de América Latina y el Caribe en 2019, solo por detrás de Venezuela (60,3) y Jamaica (47,4). Guatemala, por otro lado, registró una tasa de 21,5 por cada 100.000 habitantes, lo que evidencia que es el país menos afectado por las maras, "aunque tiene más crimen organizado".
"Estos países han pasado de la violencia política de la época de las guerras civiles en los años 80, a la violencia de posguerra" protagonizada por pandillas y maras, ya asociada a fines económicos, no ideológicos ni identitarios, una nueva delincuencia que "se ha ido extendiendo como un cáncer por toda esta área hasta convertirla en una de las zonas más inseguras del mundo".
La salida de la banda tampoco es fácil. "Calmarse" es un proceso que consiste en una negociación constante con la pandilla hasta obtener su 'placet'. "Sin permiso es una muerte segura", sostiene Pastor Gómez. Una vía frecuente de abandono es el camino de la conversión religiosa y el ingreso en una iglesia evangélica. Aún así, los ex pandilleros "son vigilados muy de cerca". Y, ya fuera, sufren el estigma social --su pasado se hace visible en los tatuajes-- y "la carencia total de habilidades para trabajar".
Para el resto de la población, "la única salida en muchos casos es la huida", lo que se traduce en desplazamiento interno --174.000 en Honduras entre 2004 y 2014-- o externo, por ejemplo, a través de las caravanas centroamericanas que surgieron en 2018 con miles de ciudadanos del Triángulo Norte atravesando la región para conquistar el llamado 'sueño americano'.
La violencia "detrae importantes recursos de los estados al tiempo que asfixia a los particulares", por lo que la experta propone, más que las políticas de mano dura, que han demostrado ser un fracaso, una apuesta por los programas de reinserción social y llevar el Estado allí donde está ausente.
Columnistas
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