Miercoles, 27 de noviembre de 2024

Consecuencias

No lo metas en casa

Como sucede con todo tabú en cualquier sociedad, hay también en la nuestra una especie de amplio acuerdo para no abordar nunca las verdaderas causas de ciertos conflictos y problemas que, sin embargo, sentimos ir creciendo bajo nuestros pies como hierba venenosa. En Occidente, tras un par de siglos de represión sexual más propiamente burguesa y puritana que religiosa -épocas mucho más religiosas fueron mucho más tolerantes en este aspecto-, todo lo que pueda parecer una amenaza a esa concreta libertad genera una reacción visceral que impide abordar cuestiones del más profundo calado. Un ejemplo muy nítido, aunque no el único como veremos, se ofrece en el debate sobre el aborto: sólo la percepción del embarazo y la maternidad como una limitación inaceptable de la libertad sexual lleva a la defensa de posiciones directamente criminales, ya que no es posible negar la condición humana del feto. En otro orden de cosas, en estos días ha levantado polvareda la ecuación establecida por Juan Manuel de Prada en Abc entre el auge actual de la pornografía y la eclosión de un delito de tanta gravedad y que suscita tanta condena como es la pedofilia, algo de puro sentido común cuando se sabe cómo se inician en su repugnante vicio la mayoría o casi totalidad de los que deciden luego ir más allá de lo virtual. Pero la simple posibilidad de que pueda llegar a establecerse algún tipo de filtro o control sobre la pornografía, asociada de forma muy primaria pero eficaz a ese hiperbién que es la libertad sexual, suscita una reacción que, en definitiva, logra hurtar una clave esencial para el combate del problema.


El mismo género de reservas opera sobre otra lacra que, poco a poco, vemos convertirse en plaga de nuestra sorda y ciega pero férreamente sexualizada sociedad: la agresión, con resultado cada vez más frecuente de muerte, hacia los niños habidos en una relación anterior por parte de la nueva pareja, generalmente, de la madre. Se trata de episodios de violencia brutal sobre criaturas indefensas, el último en Sevilla, que escandalizan durante unos días pero cuyo eco se apaga inmediatamente ante el principio de la sacrosanta libertad para meter cada uno en su cama a quien le dé la gana sin ningún tipo de responsabilidad sobre consecuencias a veces demasiado previsibles. ¿De veras se cree que ante todo esto sólo cabe la resignación?

Como sucede con todo tabú en cualquier sociedad, hay también en la nuestra una especie de amplio acuerdo para no abordar nunca las verdaderas causas de ciertos conflictos y problemas que, sin embargo, sentimos ir creciendo bajo nuestros pies como hierba venenosa. En Occidente, tras un par de siglos de represión sexual más propiamente burguesa y puritana que religiosa -épocas mucho más religiosas fueron mucho más tolerantes en este aspecto-, todo lo que pueda parecer una amenaza a esa concreta libertad genera una reacción visceral que impide abordar cuestiones del más profundo calado. Un ejemplo muy nítido, aunque no el único como veremos, se ofrece en el debate sobre el aborto: sólo la percepción del embarazo y la maternidad como una limitación inaceptable de la libertad sexual lleva a la defensa de posiciones directamente criminales, ya que no es posible negar la condición humana del feto. En otro orden de cosas, en estos días ha levantado polvareda la ecuación establecida por Juan Manuel de Prada en Abc entre el auge actual de la pornografía y la eclosión de un delito de tanta gravedad y que suscita tanta condena como es la pedofilia, algo de puro sentido común cuando se sabe cómo se inician en su repugnante vicio la mayoría o casi totalidad de los que deciden luego ir más allá de lo virtual. Pero la simple posibilidad de que pueda llegar a establecerse algún tipo de filtro o control sobre la pornografía, asociada de forma muy primaria pero eficaz a ese hiperbién que es la libertad sexual, suscita una reacción que, en definitiva, logra hurtar una clave esencial para el combate del problema.

El mismo género de reservas opera sobre otra lacra que, poco a poco, vemos convertirse en plaga de nuestra sorda y ciega pero férreamente sexualizada sociedad: la agresión, con resultado cada vez más frecuente de muerte, hacia los niños habidos en una relación anterior por parte de la nueva pareja, generalmente, de la madre. Se trata de episodios de violencia brutal sobre criaturas indefensas, el último en Sevilla, que escandalizan durante unos días pero cuyo eco se apaga inmediatamente ante el principio de la sacrosanta libertad para meter cada uno en su cama a quien le dé la gana sin ningún tipo de responsabilidad sobre consecuencias a veces demasiado previsibles. ¿De veras se cree que ante todo esto sólo cabe la resignación?


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