Recuerdo un ya lejano viaje durante el cual proyectaron una famosa película que, en la traducción hispanoamericana que nos pusieron, llevaba el título de Proposición Indecorosa. Los amables lectores se preguntarán a qué viene semejante recuerdo.

Quizá pueda resultar excesivamente simplificado y, por tanto, poco riguroso el siguiente esquema histórico, pero considero que, a los efectos pretendidos, es suficiente para poder alcanzar conclusiones útiles. Los terroristas de ETA han atravesado cuatro etapas en su tenebroso devenir: el final de la era franquista, la transición (o primera parte de la misma), la consolidación de la democracia (o, si esto nos resulta un exceso verbal: la segunda parte de la transición) y la fase recientemente finalizada (difícil de calificar; atribuyámoslo a la falta de perspectiva histórica para ponerle un nombre aproximado y así eludimos el jardín de flores). Por principio, no puedo considerar justificada ninguna forma de asesinato ni otros tipos de extorsión, por lo que las víctimas que la actividad terrorista cosechó en las cuatro etapas me resultan todas ellas injustas y condenables.

Sin embargo, la dialéctica de los varios grupos de interés que se afanan en arrimar el ascua del siniestro quehacer de la banda a la sardina de sus particulares objetivos, establece un itinerario en su argumentario digno del más eficiente de los recogedores de nueces.

Así, hay quienes parecen establecer un antes y un después en las acciones perpetradas por los ignominiosos en relación con el surgimiento de la democracia, como si las víctimas habidas durante la etapa franquista no merecieran justicia. Dicho de otro modo: nunca me gustó el calificativo de inocentes asociado al sintagma víctimas del terrorismo, puesto que nunca he creído que el terrorismo pudiera ocasionar víctimas culpables.

Con el advenimiento de la transición, la presión terrorista alcanzó sus máximas cotas sanguinarias. Era la ocasión dorada de lograr todo lo posible. Para los satélites de la infamia, la hora de la gran cosecha, por lo que no era momento sino de callar y dejar que el árbol fuera agitado.

El espaldarazo consolidador que recibió el sistema con el relevo de los socialistas por los populares, cerrando así un ciclo completo de alternancias en democracia, unido a una solidez en las posiciones frente al terrorismo de los principales partidos, olvidados ya los atajos por las alcantarillas, dejó a los violentos y a quienes les apoyaban sin atisbo de coartada. Fue la fase de la huída hacia delante. Y ya con la expulsión de los afines de las instituciones políticas, no les quedaba a los satelitales sino preparar la retirada. Esta estrategia tuvo su momento culminante en la presentación del Plan Ibarretxe.

La etapa reciente se ha caracterizado por una ambigua actitud de los socialistas en los gobiernos central y vasco, llena de aparentes contradicciones y sombras, así como por unas resoluciones judiciales singulares. Unas y otras han propiciado una difusa e incompleta calma –al menos, eso sí, ha habido cierta calma- y unas no menos inciertas expectativas sobre el futuro del lobby terrorista. La quietud de quien se encuentra en el filo de la navaja.

Tras las últimas elecciones autonómicas y generales, con la atención de los españoles puesta más en el empleo que en el terrorismo, parece abrirse un quinto periodo que muchos quisiéramos fuera el último en esta tristísima vergüenza.

Los recogedores de nueces están viendo cerrase su negocio, que por momentos está siendo absorbido por quienes agitaron el árbol, hoy cómodamente arrellanados en los divanes de numerosos ayuntamientos, de la Diputación alavesa, del Parlamento Vasco. Pero aún quedan los ilegales, los que han seguido huyendo hacia delante porque no han visto otra salida. Volver por donde marcharon, cual oscuras golondrinas trastocadas en negros pajarracos, comporta un enorme riesgo. Quizá ni para ellos tiene ya sentido. Posiblemente los recogedores de nueces vean en ésta la oportunidad de retomar la iniciativa política, vampirizando una vez más la yugular de nuestro sentido común al solicitar medidas favorables para los presos de la banda y, en un redoble de imaginación, al proclamar la consideración de víctimas del terrorismo a los terroristas muertos en el ejercicio de su execrable oficio. No merecen ninguna disculpa las condenables acciones del Gal ni del Batallón Vasco Español, pero equiparar a quienes murieron, en ocasiones, por la mano de sus mismos compañeros por haber ”traicionado” la causa, en otras, debido a la explosión de sus propias bombas al manipularlas, etc.; equipararlos, digo, con sus víctimas, constituye un despropósito y una afrenta indecentes.

Al equipararlos, se consigue diluir el concepto de víctima y, con ello, eludir la cuestión del reconocimiento de los asesinados, mutilados y extorsionados por la banda a lo largo de su historia, a los que de otro modo habría que pedir perdón; y, por ende, se consigue camuflar este historial de agresión en un contexto de conflicto, avalando iniciativas como conferencias internacionales de paz sin sentido de la realidad o resucitados planes de otorgamiento de gracias y mercedes a cambio de nada, que poco o nada tienen que ver con la justicia. No perdamos el sentido justo de las cosas, porque la factura nos puede costar muy cara.