Domingo, 05 de mayo de 2024

Ruinas doradas

  Es cierto que nosotros somos parte de ese libremercado de cachivaches y propaganda al que ensalzamos y deleznamos, pero no somos los ciudadanos comunes los que decidimos cuál ha de ser el “telos” de nuestra sociedad considerada como ente orgánico: no podemos elegir como fin social el “bienestar” o el “bienser”, y por tanto no diseñamos el entramado institucional que, favoreciendo la consecución de uno u otro, propicia bien estructuras de pecado o bien estructuras de virtud.

  La respuesta al dilema “bienestar-bienser” la da el liberalismo por nosotros, y ésta es “bienestar”. ¿Por qué? Pues porque no reconoce la existencia de un modelo de “bienser” válido para toda persona, época y lugar. Tal argumento es toda su fortaleza y legitimidad.

  Por tanto, el sufrimiento que padecen las sociedades regidas por democracias liberales no es meramente accidental, sino sustantivo o, dicho de otra manera: el mal está en la “genética” del régimen político. Es por esto que nuestros políticos entienden que no se debe producir para consolidar un tipo de vida, sino para suplir a la demanda de bienes; han decidido que con eso basta y que su función de gobierno se debe limitar a favorecer la abundancia material de sus representados.

  Así que ningún problema puede ser solventado votando a uno u otro partido cada cuatro años: la solución al problema fundamental de nuestras sociedades reside en cambiar el fundamento ideológico de nuestros regímenes políticos. Aunque, si bien hemos sobrepasado esa línea en la que se encuentra al culpable de muchos de nuestros males, todavía no hemos superado esa otra línea en la que se encuentran soluciones: estamos en camino.

  La única fuerza capaz de inspirar y alentar la ejecución de tales soluciones es la fe de la Iglesia Católica. Por ello el liberalismo ve al Pueblo de Dios como enemigo al que hay que atacar incansablemente, señalándole como su única opción de supervivencia el transigir con el culto al “bienestar”, renunciando a señalar los muchos y atroces crímenes de los sacrílegos sacerdotes y ciegos feligreses de Mammon.

  Y en tanto país constitutivamente católico, España es un objetivo a destruir. Hay que subyugarla definitivamente, desemembrarla, ahogarla en inmundicia moral, convertirla en colonia económica, reducirla si es necesario a ruinas cubiertas de oro, silencio, cadáveres.

  No es pues, de recibo, dar pábulo a propuestas liberales de regeneración nacional y moral. ¿Cómo esperar que el propio causante del mal señale el mal y su solución?, de hecho, “si Satanás expulsa a Satanás, lucha contra sí mismo; entonces, ¿cómo podrá subsistir su reino?” (Mateo 12, 26)


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