Lunes, 13 de enero de 2025

El santo de la semana

San Buenaventura

Nació alrededor del año 1218 en Bagnoregio, en la región toscana; estudió filosofía y teología en París y, habiendo obtenido el grado de maestro, enseñó con gran provecho estas mismas asignaturas a sus compañeros de la Orden franciscana. Fue elegido ministro general de su Orden, cargo que ejerció con prudencia y sabiduría. Fue creado cardenal obispo de la diócesis de Albano, y murió en Lyon el año 1274. Escribió muchas obras filosóficas y teológicas.

La Sabiduría misteriosa revelada por el Espíritu Santo

De las obras de San Buenaventura, obispo

Cristo es el camino y la puerta. Cristo es la escalera; y él vehículo, él, que es la placa de la expiación colocada sobre el arca de Dios y el misterio escondido desde el principio de los siglos. El que mira plenamente de cara esta placa de expiación y la contempla suspendida en la cruz, con la fe, con esperanza y caridad, con devoción, admiración, alegría, reconocimiento, alabanza y júbilo, este tal realiza con él la pascua, esto es, el paso, ya que, sirviéndose del bastón de la cruz, atraviesa el mar Rojo, sale de Egipto y penetra en el desierto, donde saborea el maná escondido, y descansa con Cristo en el sepulcro, muerto en lo exterior, pero sintiendo, en cuanto es posible en el presente estado de viadores, lo que dijo Cristo al ladrón que estaba crucificado a su lado: Hoy estarás conmigo en el paraíso.

Para que este paso sea perfecto, hay que abandonar toda especulación de orden intelectual y concentrar en Dios la totalidad de nuestras aspiraciones. Esto es algo misterioso y secretísimo, que sólo puede conocer aquel que lo recibe, y nadie lo recibe sino el que lo desea, y no lo desea sino aquel a quien inflama en lo más íntimo el fuego del Espíritu Santo, que Cristo envió a la tierra. Por esto, dice el Apóstol que esta sabiduría misteriosa es revelada por el Espíritu Santo.

Si quieres saber cómo se realizan estas cosas pregunta a la gracia, no al saber humano; pregunta al deseo, no al entendimiento; pregunta al gemido expresado en la oración, no al estudio y la lectura; pregunta al Esposo, no al Maestro; pregunta a Dios, no al hombre; pregunta a la oscuridad, no a la claridad; no a la luz, sino al fuego que abrasa totalmente y que transporta hacia Dios con unción suavísima y ardentísimos afectos.

Este fuego es Dios, cuyo horno, como dice el profeta, está en Jerusalén, y Cristo es quien lo enciende con el fervor de su ardentísima pasión, fervor que sólo puede comprender el que es capaz de decir: Preferiría morir asfixiado y la misma muerte. El que de tal modo ama la muerte puede ver a Dios, ya que está fuera de duda aquella afirmación de la Escritura: Nadie puede ver mi rostro y quedar con vida. Muramos, pues, y entremos en la oscuridad, impongamos silencio a nuestras preocupaciones, deseos e imaginaciones; pasemos con Cristo crucificado de este mundo al Padre, y así, una vez que nos haya mostrado al Padre, podremos decir con Felipe: Eso nos basta; oigamos aquellas palabras dirigidas a Pablo: Te basta mi gracia; alegrémonos con David, diciendo: Se consumen mi corazón y mi carne por Dios, mi lote perpetuo. Bendito sea el Señor por siempre, y todo el pueblo diga: «¡Amén!»


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