Domingo, 12 de enero de 2025
El santo de la semana
Solemnidad de todos los santos
De los sermones de san Bernardo, abad
¿De qué sirven a los santos nuestras alabanzas, nuestra glorificación,
esta misma solemnidad que celebramos? ¿De qué les sirven los
honores terrenos, si reciben del Padre celestial los honores que les
había prometido verazmente el Hijo? ¿De qué les sirven nuestros
elogios? Los santos no necesitan de nuestros honores, ni les añade
nada nuestra devoción. Es que la veneración de su memoria redunda
en provecho nuestro, no suyo. Por lo que a mí respecta, confieso que,
al pensar en ellos, se enciende mí un fuerte deseo.
El primer deseo que promueve o aumenta en nosotros el recuerdo
de los santos es el de gozar de su compañía, tan deseable, y de llegar
a ser conciudadanos y compañeros de los espíritus bienaventurados,
de convivir con la asamblea de los patriarcas, con el grupo de
los profetas, con el senado de los apóstoles, con el ejército incontable
de los mártires, con la asociación de los confesores con el coro de las
vírgenes, para resumir, el de asociarnos y alegrarnos juntos en la
comunión de todos los santos. Nos espera la Iglesia de los primogénitos,
y nosotros permanecemos indiferentes; desean los santos nuestra
compañía, y nosotros no hacemos caso; nos esperan los justos, y
nosotros no prestamos atención.
Despertémonos, por fin, hermanos; resucitemos con Cristo, busquemos
los bienes de arriba, pongamos nuestro corazón en los bienes
del cielo. Deseemos a los que nos desean, apresurémonos hacia los
que nos esperan, entremos a su presencia con el deseo de nuestra
alma. Hemos de desear no sólo la compañía, sino también la felicidad
de que gozan los santos, ambicionando ansiosamente la gloria
que poseen aquellos cuya presencia deseamos. Y esta ambición no es
mala, ni incluye peligro alguno el anhelo de compartir su gloria.
El segundo deseo que enciende en nosotros la conmemoración de
los santos es que, como a ellos, también a nosotros se nos manifieste
Cristo, que es nuestra vida, y que nos manifestemos también nosotros
con él, revestidos de gloria. Entretanto, aquel que es nuestra
cabeza se nos representa no tal como es, sino tal como se hizo por
nosotros, no coronado de gloria, sino rodeado de las espinas de
nuestros pecados. Teniendo a aquel que es nuestra cabeza coronado
de espinas, nosotros, miembros suyos, debemos avergonzarnos de
nuestros refinamientos y de buscar cualquier púrpura que sea de
honor y no de irrisión. Llegará un día en que vendrá Cristo, y entonces
ya no se anunciará su muerte, para recordaros que también
nosotros estamos muertos y nuestra vida está oculta con él. Se manifestará
la cabeza gloriosa y, junto con él, brillarán glorificados sus
miembros, cuando transfigurará nuestro pobre cuerpo en un cuerpo
glorioso semejante a la cabeza, que es él.
Deseemos, pues, esta gloria con un afán seguro y total. Mas, para
que nos sea permitido esperar esta gloria y aspirar a tan gran felicidad,
debemos desear también, en gran manera, la intercesión de los
santos, para que ella nos obtenga lo que supera nuestras fuerzas.
Columnistas
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