La penúltima (con los socialistas nunca será la última) estupidez del Gobierno es la de reducir la velocidad de circulación en autovías y autopistas a 110 km/hora. No dejaría de ser una más de esas medidas absurdas, arbitrarias e inútiles a las que nos tienen acostumbrados, si no fuera porque esconde la semilla del intervencionismo más radical. La medida nos la venden con el falso argumento de que nos ayudará a ahorrar, que lo hacen por nuestro bien. Pero claro ¿quiénes se han creído que son estos pájaros para decirnos que tenemos que ahorrar? ¿Es que los españoles no somos ya mayorcitos como para que el Estado tenga que controlar y vigilar en qué gastamos nuestro dinero? ¿Es que resulta ahora que el Estado ha decirnos en qué podemos gastarnos nuestro dinero? Y ¿si yo quiero ahorrar en el café o en la cuota del Canal Plus o en transporte público? O aun mejor ¿y si no me da la gana de ahorrar? ¿Es que acaso mi dinero ya no es mío? ¿Es que ahora es el Estado el que va a organizarnos nuestra cesta de la compra? Porque puestos ahorrar, como sí ahorraríamos todos es si el Estado limitase las horas de encendido de la televisión o el número de lavadoras que podemos poner a la semana. También podrían limitarnos los pares de zapatos o pantalones que podemos comprar al año, porque ¿para qué va Vd. a gastarse el dinero en dos pares de zapatos o de pantalones cuando perfectamente se puede arreglar con tan solo uno?  Así sí que ahorraríamos todos.

  Con este mismo argumento, bien podrían fijar por ley (porque eso sí, será por leyes) los gramos de carne roja que podemos consumir a la semana. O los litros de leche y las onzas de chocolate. O mejor aun, podrían fijar por decreto el número de calorías a injerir diariamente, así, además de ahorrar, nos lo podrían vender como una mejora para nuestra salud. Al fin y al cabo, es el Estado el que sabe lo que nos conviene.

  Y claro, todo esto nos lleva al establecimiento de la cartilla de racionamiento. Con ese sistema, todos felices, ya no tendríamos que ocuparnos de la penosa tarea de pensar, ya lo haría el Estado por nosotros. Con este mecanismo el Estado fijaría un listado de artículos y cantidades para cada ciudadano, distinguiendo por edades, gustos sexuales y estado de salud. Por ley (eso sí, declarada constitucional por el Tribunal Constitucional) se aprobaría la Cesta de la Compra: bienvenidos a la Arcadia Feliz, bienvenidos al paraíso comunista. Pero recuerden, lo hacen por nuestro bien, porque el ciudadano es estúpido. Sólo Ellos, la Inteligencia compuesta por los dirigentes del Partido, saben lo que nos conviene a los pobres y estúpidos mortales.  

Lo llamativo de todo esto es que aun hay gente que compra esta mercancía ideológica de mercadillo barato, que escapa ante razonamientos mínimamente complejos por la vagancia de pensar o cae rendido ante la simpleza más burda.

  Dado que está demostrado que la medida ni reduce el consumo, ni la contaminación, ni los accidentes, sólo queda contemplarla como una humillación más del Gobierno a los ciudadanos, humillación gratuita y caprichosa. La arbitrariedad de la medida sólo busca demostrar quién manda, hacer ver hasta qué punto el Gobierno puede hacer y deshacer a su antojo, dictando disposiciones absurdas con la sola intención de demostrar su poder. En definitiva, la arbitrariedad crea una sensación de inseguridad, de desamparo, que diluye toda voluntad de resistencia, pues es muy difícil resistirse ante lo que no comprendemos, a lo que carece de toda lógica.

   La pregunta es ¿hasta cuándo vamos a dejarnos pisar la cerviz? ¿Cuántas iniquidades más vamos a tolerar servilmente? ¿Cuándo diremos basta a tantos atropellos? ¿Cuántas prohibiciones más estamos dispuestos a tolerar? ¿Queda algo del tradicional orgullo del pueblo español?