Sabado, 23 de noviembre de 2024

Críticas feroces que ha sufrido la película "Troya", sobre todo por parte de la “progresía bienpensante”.

Troya: Apolo contra Dionisos

Un servidor no es uno de esos pretenciosos consumidores de películas costumbristas iraníes o vietnamitas. Ni que decir tiene que el cine español ni lo cato, a no ser que se trate de “Mortadelo y Filemón” o algo semejante que intuya que no va a excitar mi bilis más allá de lo recomendable. En general, la verdad es que no soy excesivamente aficionado al cine, aunque de vez en cuando veo alguna película más a modo de fácil distracción que otra cosa. Ocasionalmente, la industria norteamericana me sorprende con alguna buena película, como es el caso de los últimos tres filmes que he visto en la gran pantalla: “El Retorno del Rey”, “La Pasión de Cristo” (que es bastante más que una simple película) y “Troya”.  

           Y es precisamente de esta última película sobre la que voy a escribir. Lo primero que llama la atención son las críticas feroces que ha sufrido, sobre todo por parte de la “progresía bienpensante”. Es curioso que, de pronto, de ese frente ideológico que ha conseguido, entre otras cosas, apartar de las escuelas cualquier vestigio de formación en cultura clásica, hayan surgido tantos fieles seguidores de Homero. Es evidente que uno no puede acercarse a la película esperándose una versión más o menos lograda de “La Ilíada”: la intervención de las deidades griegas, imprescindible para entender la tragedia homérica, brilla por su completa ausencia; la muerte de Menelao y la confusión de Briseida con Criseida parece clamar la venganza de esas mismas deidades; y el fin de Aquiles, en el último día de la semana que según estos yanquis duró la guerra de Troya, es la guinda de un pastel difícil de digerir para un purista por mucho bicarbonato que se tome. Pero que sean precisamente los filibusteros del antilatín los que se erijan en guardia pretoriana de los hexámetros del poeta de Esmirna despierta mis sospechas; será que empiezo a padecer de manía persecutoria.   

          O será que “Troya” es una película más clásica en el sentido íntegro del término de lo que se quiere reconocer. No “clásica” por su hilo argumental o la ubicación geográfica y temporal de la acción; ni “clásica” por su buscada semejanza con las grandes superproducciones de los años 50 y 60, como se aprecia en sus escenarios de cartón-piedra y sus un tanto casposas escenas bélicas; sino clásica porque pone de manifiesto la oposición entre el héroe y el antihéroe, entre dos modelos de hombre opuestos y disjuntos, entre la encarnación de las virtudes al servicio de los valores y el orden natural, y la encarnación de las bajezas y limitaciones esclavizadas por las pasiones mundanas. Con todos mis respetos para Aquiles y su intérprete, el señor Pitt (cuyo palmito Dios guarde muchos años para disfrute del público femenino), el verdadero centro de la película es, bajo mi punto de vista, el contraste entre dos hermanos: Héctor y Paris.    

         Héctor es el paradigma del héroe clásico: guerrero fuerte y valeroso, su brazo no asesta el golpe si la razón aconseja lo contrario; prudente en el consejo y humilde cuando, pese a ser consciente de que se está cometiendo un error, asume y hace propias las decisiones de aquellos que están por encima de él; padre de familia amoroso y ejemplar, sabe sobreponerse cuando su inexcusable deber para con su patria le alejan definitivamente de ella.

  Paris es exactamente lo contrario. Antepone su pasión sentimentaloide no sólo a los elementales deberes para con un anfitrión o a sus obligaciones familiares, sino a los propios intereses de Troya. Miente y engaña a su hermano, hasta ponerle en el dilema moral de abandonarle a su suerte o hacerle partícipe de su inconsciencia; su pretendido valor en ese instante, a la vista de la conversación que ambos mantienen sobre su infancia, se demuestra como un burdo farol. Se juega el futuro y la sangre de sus compatriotas para satisfacer su instinto y su ego de conquistador de alcoba. Débil y cobarde, es incapaz de luchar virilmente en el campo de batalla, y cuando llega el momento supremo para todo hombre, ni siquiera afronta la muerte con dignidad, y se refugia entre las piernas de su hermano como un pipiolo malcriado.

  Ahora bien, ¿cuál es el problema que surge a raíz de la dicotomía planteada? Pues muy sencillo: el de la inversión de todos los valores, en palabras de Friedrich Nietzsche. Naturalmente, el genial filósofo alemán hacía un enfoque bien distinto y en positivo de esta inversión, al igual que la oposición entre Apolo y Dionisos iba mucho más allá de mi licencia para buscar un título llamativo para el artículo. El de Röcken se decantaba por lo dionisíaco, que yo vinculo al personaje de Paris, a lo que él me replicaría con una monumental reprimenda que, afortunadamente, no se alcanza a oír desde las profundidades donde probablemente está ahora mismo ardiendo, salvo que un póstumo arrepentimiento y la misericordia divina lo hayan remediado. Yo ni que decir tiene que me inclino por lo apolíneo, representado por Héctor.   Pues bien, la dificultad surge cuando descubrimos que Paris es, ni más ni menos, el hombre de hoy, el “hombre sin cafeína”. El sujeto para el que no existe vínculo obligatorio alguno:

  Ni la familia: “Cada uno tiene derecho a vivir como quiera, faltaría más; no hace falta casarse, eso es un corsé de los tiempos de la oprobiosa dictadura”. “Si me aburre mi mujer, la dejo, porque ya no me llena y estoy tan enamorado de mi secretaria...”. “Si no quiero tener un hijo, hay clínicas que se ocupan de eso, ¿no?” “Y si yo, varón, no puedo tener un hijo con mi novio por razones obvias, seguro que Papá Estado me va a traer un chinito guay para que nos sintamos los dos superrealizados.”  

Ni la Patria: “Sí, sí, yo saco la bandera con el toro cuando juega la selección de fútbol, pero que no me pidan que coja un fusil o que haga un sacrificio económico o de tiempo, que para eso pago mis impuestos”. “¿Patria? Eso es un invento fascista. El Estado español es sólo una forma de garantizar que todos los ciudadanos y ciudadanas tienen unos determinados servicios, y su unidad está sujeta a la voluntad soberana de las urnas. Sólo es un convenio que puede cambiar cuando queramos”. “Yo sólo quiero vivir tranquilo y que todo el mundo sea feliz. Que mande la ONU.”

  Ni Dios: “Mi conciencia es algo personal y tengo derecho a actuar como yo crea que es mejor”. “Dios no existe. El mundo es así, pero podría ser de otra manera. Hay que aprovechar al máximo el tiempo y vivir a tope”. “¡Qué bonito sería que desapareciesen todos los prejuicios religiosos y todos tuviésemos una sola creencia que nos ayudase a ser uno solo con la Naturaleza”

  ¿Cuesta ver retratado al prototipo de hombre de hoy en estas afirmaciones? ¿Es exagerado asociarlas con el comportamiento de Paris? Al contrario, Paris es el modelo a seguir. Belleza afeminada, casi andrógina, como se intenta inculcar a través de los medios de comunicación. Dispuesto a todo por sentimentalismo barato que se camufla bajo una palabra tan seria y profunda como “amor”. Sin ataduras, libre, aprovecha todas las ocasiones que le brinda la vida sin mirar atrás o evaluar las consecuencias. Astuto, sabe jugar sus bazas para salir lo mejor parado posible de las situaciones adversas a las que sus actos le conducen, elude sus responsabilidades. Este es, punto por punto, el  hombre que hoy se pretende poner como modelo para justificar las debilidades de cada uno de nosotros. Hace cincuenta años, nadie se habría identificado con Paris; éste sería un villano puro y duro. Pero hoy, su debilidad resulta “humana”, comprensible, refleja lo que el espectador podría hacer en esa circunstancia.

  Naturalmente, el hombre, por su propia condición, siempre ha estado inclinado a caer en esos errores. No estoy diciendo que hoy haya mejores o peores individuos, sino que se ha sustituido el arquetipo, lo que es infinitamente más grave. Lo radicalmente diferente de la sociedad actual es que justifica y pone como ejemplo a seguir esos defectos, institucionaliza la mediocridad, como yo repito a menudo. Por eso, hace cincuenta años, todos querríamos haber sido Héctor, y hoy ya no tengo claro que seamos siquiera mayoría. El objetivo final es que el héroe deje de ser un paradigma, sino que sea una especie de engendro frío, correspondiente a épocas pretéritas y que necesariamente se debe a alguna anormalidad o disfunción afectiva: el héroe ha de ser inhumano. He aquí la inversión de la que hablaba yo antes: hay que evitar que aparezcan héroes, sólo deben existir medianías, que se deben considerar entre sí como el summum de la evolución y el progreso.

  Por eso molesta “Troya”. Por eso molesta Héctor. Porque la honestidad ofende al mentiroso, que la paga con maledicencia; porque la valentía ofende al cobarde, que la paga con traición; porque la prudencia ofende al inconsciente, que la desprecia; porque la entrega y el sacrificio ofenden al egoísta, que los tacha de estupidez. En definitiva, porque la mediocridad no puede soportar la visión de la grandeza, y es entonces cuando la envidia despliega todo su arsenal para hacer el mayor daño posible. Y, como me dijo el amigo que inspiró este artículo, por si fuera poco, la hermosísima Helena de la película es de pura raza caucásica, rubia y de ojos azules. Hubiese sido mucho más políticamente correcto hacer un casting multicultural en el Fórum de Barcelona. Una lástima.


Comentarios

Por Javier Aller 2011-04-07 00:11:00

Estupendo. En otra escala está el Agamenón-Maquiavelo respecto al estoico Priamo. Héctor es el héroe humano. El que hace lo que debe, aunque sucumba por ello.


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