Ayer se represento la ópera cómica del compositor  italiano Gaetano  Donizetti,  Don Pasquale  que junto con “El Elixir de Amor” –obra suya también- y el Barbero de Sevilla –ésta perteneciente a Rossini constituyen el trío de óperas bufas más importantes  de la primera mitad, o mejor aún,  de todo el siglo XIX. Su acogida entre público y crítica fue entusiasta desde su estreno y continúa gozando de su favor más de ciento cincuenta años después. Sin duda la “vis” cómica es más punzante en esta pieza que en “El Elixir”, exigiendo de su protagonista unas dotes tanto vocales como actorales para la parodia jocosa de primer orden así como del el resto del elenco.

                Ayer, como sucedió el mes pasado con la representación de Traviata,  asistimos a un espectáculo sin brillo, monótono que no logró alcanzar en ningún momento la “chispa” vibrante “estampillada” en la partitura. Ni la calidad vocal de los cantantes ni su desenvoltura y simpatía sobre el escenario llegaron en ningún momento más allá de la leve sonrisa, y eso en los momentos de mayor fortuna.

                Ya el comienzo, con la breve obertura, estuvo impregnado por la falta de brío que caracterizó la versión que ofreció el director, Marzio  Conti, una versión  lenta, algo deslavazada, en la que era difícil vislumbrar algún destello de la agilidad que requiera el “tempo” de una obra de este género.

La orquesta Filarmonía de Oviedo ejecutó con profesionalidad la versión que el director ideó. El momento más emotivo y logrado tanto a nivel musical como escénico es la simulación de uno de aquellos cafés decimonónicos en los que un pequeño grupo de músicos profesionales amenizaba la velada con obras de calidad más que mediana, que se aprovechó para sacar la trompeta del foso y subirla al escenario y darle así el relieve que merece el  conmovedor solo que el compositor destina a este instrumento en el segundo acto, impregnado por la melancólica resonancia de otra obra emblemática suya: la ópera dramática Lucia de Lammermoor. Fue lo único para el recuerdo de toda la noche

                Carlos Chausson interpretó un Don Pasquale gratificante, con seguridad vocal, una buena colocación de la voz, digna emisión, sin altibajos y con momentos muy acertados a lo que se une sus dotes cómicas que supo afrontar tanto en lo actoral como en la línea sonora.

                Beatriz Díaz, nuestra paisana, tiene aún mucho recorrido por andar, pero llevó a cabo su empresa con solvencia, tiene una voz bien timbrada y con logradas acentuaciones, pero debe trabajar los agudos  “fortes” porque carecen de armónicos y a veces aparece en ellos un molesto vibrato que en una voz joven carece de motivos, en cuanto a la parte central de la escala debe conseguir mayor sonoridad;  pero en general tiene muchas posibilidades si sigue trabajando con inteligencia.

                José Luis Sola fue un Ernesto con muchas más sombras que luces, el papel aunque secundario se le puede sacar mucho partido por la exigencia que requiere. Tiene una voz poco definida, es un tenor lirico- ligero que en ocasiones parece tener una bella emisión pero de repente se evapora. Su instrumento es muy pequeño, debe trabajar a fondo para conseguir que toda su anatomía actúe como una caja de resonancia, por eso la idea de sacarlo de escena para cantar fue de lo más desafortunado y el director nunca debería haberlo permitido. Tuvo errores de entonación y el dúo con Norina del segundo acto mejor olvidarlo. Tanto ensayo como programan para tampoco resultado… parecía que lo cantaban por primera vez.

                Bruno Taddia como doctor Malatesta no paso de lo convencional tanto vocal como en lo escénico, podría decirse que estuvo aburrido

Bruno Prieto como el falso notario estuvo correcto.

El Coro de la Opera de Oviedo dirigido por Patxi Aizpiri estuvo en su línea, bien vocalmente aunque no es una obra de mucha exigencia y cada vez más desenvuelto en escena, cada día adquiere mayor protagonismo en las obras, asumiendo en muchas ocasiones el peso de la escena hasta el punto de que se les utiliza para resolver las lagunas que  el presupuesto o el talento del escenógrafo no han podido resolver. Esto habla sin duda del talento de esta agrupación y de su entrega y entusiasmo al trabajo que desempeñan.

Curro Carreres fue el director de escena, reconozco que me cuesta, detenerme en este asunto, por el aburrimiento que me causa, tuvimos el consabido cambio de época para situarlo en la primera mitad del siglo XX, época de moda en la escenografía en estos momentos, además hubo un cambio en el lugar, de una casa en Roma pasamos a un crucero, crucero que no sabemos qué aporta en la lectura de la obra, y que además casi tuvimos que imaginarlo, porque tan sólo vimos  una especie de puente, que con mucha imaginación, podría ser de un barco, pero un barco gris, lúgubre  y de una sola dimensión, es decir, cansancio para la vista, aburrimiento y  monotonía, es curioso que en la desesperación por adquirir protagonismo y en el afán por innovar los escenógrafos  hayan conseguido justo lo contrario de lo que se proponen,  repetirse como un tiovivo, ser predecibles hasta la nausea y hartar “al personal” que está a punto de pedir a gritos un fondo neutro o incluso añorar aquellos estáticos y hasta pueriles escenarios de cartón piedra pero sin pretensiones, que no querían hacerse sitio a codazos, a costa de arruinar la armonía de un conjunto que debe ser presidido por el equilibrio entre la voz y la música instrumental  que es la esencia misma de la ópera tal como la concibieron hace cuatrocientos años  Monteverdi, el conde Bardi y su “camerata”  florentina.