Miercoles, 27 de noviembre de 2024
El diagnóstico: ¿qué nos está pasando? (II)
Una revolucion cultural
Decíamos el domingo pasado que no se puede comprender bien lo que estamos viviendo en la actualidad si no volvemos la vista atrás y lo contemplamos en la perspectiva de lo ocurrido a lo largo de nuestra historia reciente –así me propuse hacerlo en mi anterior análisis–. Pero tampoco lo comprenderemos si no lo contemplamos también en una perspectiva más general, que no es otra que la del contexto social, cultural, antropológico y espiritual de Occidente. Quisiera referirme hoy a esta circunstancia.
Si volvemos por un momento la mirada atrás, podemos constatar que la humanidad entró hace décadas en un periodo nuevo de su historia caracterizado por cambios profundos y acelerados que progresivamente se han extendido al mundo entero. Hemos vivido en estos años una auténtica metamorfosis antropológica, social y cultural. No se trata de una época de cambios, sino de un auténtico cambio de época, Una rápida mutación de la existencia humana, realizada con frecuencia bajo el signo del desorden, que ha producido un cambio de mentalidad, un cambio de paradigma, un cambio de estructuras.
No hay que ser particularmente lúcido para concluir que nos hallamos inmersos en lo que cabría llamar una gran revolución cultural, gestada desde tiempo atrás. Desde hace unos decenios estamos asistiendo en todo Occidente a una profunda transformación en la manera de pensar, de sentir y de actuar, heredadas del pasado. Se ha producido y pretendido consolidar una verdadera revolución que se asienta en una manera de entender al hombre y al mundo, así como su realización y desarrollo, en la que Dios no cuenta. Hasta el punto de que la negación de Dios mo constituye, como en épocas pretéritas, un hecho insólito, testimonial e individual; antes al contrario, hoy día se presenta cada vez más como una exigencia casi ineluctable del progreso científico y de un humanismo nuevo de raíz eminentemente secular. Hasta el punto de que, en muchos ámbitos, esa negación de la dignidad trascendente del hombre se encuentra expresada y formulada, no sólo en el campo del pensamiento y de la reflexión filosófica, sino que inspira ampliamente los ámbitos de la cultura, del arte, de la interpretación de las ciencias humanas y de la historia y hasta de la propia ley civil. El olvido de Dios o el relegarlo a la esfera de lo privado, a la conciencia individual, es el acontecimiento fundamental de estos tiempos; no hay otro que se le pueda comparar en radicalidad y en lo amplio y trascendente de sus consecuencias.
Esto es lo que está detrás del laicismo esencial y excluyente que se pretende imponer a nuestra sociedad. No se trata de la legítima laicidad que afirma la autonomía del Estado y de la Iglesia o de las confesiones religiosas. Se trata de edificar la ciudad secular, de construir la ciudadanía, de crear una sociedad en la que Dios no cuente para ello, enraizando, por eso, en todo y en todos una visión dominante del mundo y de las cosas, del hombre y de la sociedad, sin Dios, y con un hombre que no tenga más horizonte que nuestro mundo y su historia en la cual sólo cuenta la capacidad creadora y transformadora del hombre. Este laicismo que se impone constituye un auténtico proyecto cultural que va al fondo, un auténtico proyecto de ingeniería social y antropológica, que comporta en su entraña erradicar, extirpar, nuestras raíces cristianas más propias y liquidar todo un patrimonio espiritual arraigado en dos mil años de cristianismo que nos han transmitido una moral común y una cultura compartida, que constituyen los fundamentos de nuestra civilización; unos principios morales que nos caracterizan como Occidente sustituyéndolas por un agnosticismo ideológico que rehúsa aceptar la visión trascendente del hombre, por un cientificismo, o por una razón práctica instrumental, o por un relativismo ético, que se convierte, en expresión de Benedicto XVI, en la “dictadura del relativismo”. El relativismo, al no reconocer nada como definitivo, está en el centro de una sociedad carcomida por él, que ha dejado de creer en la verdad y buscarla; en su lugar, duda escépticamente de ella y de la posibilidad de acceder a ella.
En este gran cambio cultural, que reviste caracteres de auténtica metamorfosis antropológica, se nos insta a asumir un horizonte de vida y de sentido en el que ya nada hay en sí y por sí mismo verdadero, bueno y justo. Se ha ido decantando una mentalidad que niega la posibilidad y realidad de principios y verdades estables, universalmente válidas, que niega la posibilidad de existencia de una ley natural, de una moral objetiva y anterior al Estado, del que emanan derechos indisponibles e intangibles en favor de toda persona humana. No hay ya derecho, sino derechos que se crean y se amplían según la decisión arbitraria, aunque respaldada por mayorías contingentes, de quienes tienen el poder para legislar. La realidad misma que se deriva de la belleza de la creación y de la naturaleza del hombre, que de suyo se impone a nosotros porque es anterior que nosotros, y la tradición, sin la cual no somos, no cuentan en esta nueva mentalidad.
Se pierde o se hace olvidar la memoria de lo que somos como Occidente dentro de la gran tradición que nos constituye. En esta mentalidad, sin verdad, sin moral, sin tradición, sin memoria, sólo cuenta lo que ahora decidamos, o mejor dicho, lo que decidan por nosotros. Todo depende de la decisión, de una supuesta libertad omnímoda, porque, como alguien dijo alguna vez, será la libertad la que nos hace verdaderos y no la verdad la que nos hace libres. En todo ello, subyace una concepción del hombre autónomo e independiente, único dueño de sí y creador, en la que Dios no cuenta ni debería contar, pues nos privaría de nuestra libertad, nuestro espacio vital. Quienes profesan esta mentalidad y tratan de imponerla a todos piensan que hay que apartar a Dios, al menos de la vida pública y de la edificación de nuestro mundo, y así tener espacio para ellos mismos. Pero el que, al fin y a la postre, paga todo esto es el hombre, que quiebra en su humanidad más propia, y se queda solo, desvalido frente a la pretensión profundamente totalitaria que encierra esta mentalidad y que utiliza al Estado como instrumento de adoctrinamiento y como vehículo para su imposición a la sociedad entera.
Alfredo Dagnino Guerra.
Presidente de la Fundación Intereconomía
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