Miercoles, 27 de noviembre de 2024
Un proyecto para España: las propuestas (III)
La regeneración moral (2ª parte)
Un segundo aspecto a considerar en el contexto de la pretendida regeneración moral es la de contribuir a una recta concepción del gobierno y de la política. Y es que, a nuestro entender, la necesidad de una regeneración pasa también por la afirmación de la moral en la vida de nuestra democracia, por una concepción de la democracia que contemple la referencia a fundamentos de orden axiológico, es decir, a fundamentos morales, pre-políticos y por tanto inmutables, que supere una concepción del pluralismo en clave de relativismo moral, nociva para la misma vida democrática, pues esta tiene necesidad de fundamentos verdaderos y sólidos, esto es, de principios éticos que, por su naturaleza y carácter fundacional de la vida pública, no son negociables.
Democracia: luces y sombras Creemos sinceramente que la democracia tiene la enorme trascendencia de poder ser conceptuada como “el menos malo” de los sistemas de gobierno. Es más, estamos convencidos de la democracia como sistema de organización política. En este momento de la historia, la humanidad no ha conseguido elaborar ninguna otra formulación política que resuelva los conflictos sociales y políticos con la legitimidad y equidad que favorece la democracia. Más aún, es prácticamente imposible ser gobernados por un sistema político que no revista caracteres de autocracia o dictadura si nos colocamos extramuros de la democracia, de tal suerte que la paz social, la tutela de los derechos y libertades fundamentales y la capacidad de los hombres para organizarse en comunidad y gestionar los asuntos públicos se verían seriamente perjudicados si la democracia sin más se pusiera en tela de juicio.
Ahora bien, ningún principio social o político debe dogmatizarse o absolutizarse. Y es que la absolutización o la sacralización de la democracia puede conducir también a desvirtuarla, y lo que es aún más grave, puede llevar a formas diversas de fundamentalismo democrático basadas en la mitificación de la regla democrática de las mayorías. Por una parte, se puede llegar a la transgresión de los límites del poder político cuando una opción política se alza con una cuota de poder hegemónico que le permite dominar el poder ejecutivo y el poder legislativo, extender más o menos indirectamente su condicionamiento sobre el poder judicial y hasta controlar amplios espacios de la sociedad civil. En tal caso, se corre el riesgo de que dicha opción pueda llegar a imponer su modelo ideológico a la sociedad entera con el apoyo y hasta la legitimidad de los mecanismos de la propia democracia.
Por otra parte, está la cuestión del alcance de la soberanía popular. Si esta es o no limitada. Esto es, si poder soberano equivale a poder absoluto. Cualquier planteamiento que pueda llevar a la conclusión de que la soberanía popular puede todo lo que no prohíbe la legalidad constitucional, resulta intrínsecamente perverso. Y es que si bien la Constitución es fuente de legitimidad y límite esencial del poder del Estado, ni es la única fuente ni el único límite. La dignidad de la persona humana y los derechos fundamentales de todo ser humano, naturales, superiores, inviolables, inalienables, derechos cuyo origen, antes que la voluntad de los hombres o del Estado, está en el Derecho natural y que son intangibles para el legislador. Han de considerarse complemento básico y esencial de la democracia.
Es este un imperativo que deriva de la ley natural, pero también de la recta razón y también de nuestra propia Constitución, que proclama que “la dignidad de la persona, los derechos inviolables que le son inherentes, el respeto a la ley y a los derechos de los demás son fundamento del orden político y de la paz social” (artículo 10.1). Bajo esta formulación, la Constitución no hace sino proclamar la existencia de unos derechos y unos valores que no nacen por virtud del pacto político que representa la Ley fundamental, sino que son anteriores, nos preceden, y existen aunque no se recogieran de manera expresa en su articulado, y, por consiguiente, no pueden ser violentados por el poder político constituido.
Democracia y relativismo En otros términos, la democracia no puede reducirse a una técnica puramente procedimental de formación de mayorías de gobierno. Sacralizar la democracia en estos términos es desvirtuarla. Es vaciarla de contenido, de sus auténticos fundamentos. La democracia es algo más que unas meras reglas formales de juego. No hay democracia política ni hay Estado de derecho, si en el centro del orden político no está la dignidad del hombre y sus derechos fundamentales.
Hablar de la dignidad del hombre y de los derechos fundamentales es hablar del auténtico sustento y fundamento ético de la democracia, es hablar de la legitimidad y de los límites del poder político, es hablar del alcance de la soberanía popular y de la soberanía del legislador. La admisibilidad o no de un determinado comportamiento no puede decidirse conforme al criterio de las mayorías sociales o parlamentarias. Las consecuencias de semejante planteamiento son evidentes: las grandes decisiones morales del hombre quedarían subordinadas de facto a las deliberaciones tomadas cada vez por los órganos institucionales del Estado.
La vida social y política se adentraría así en las arenas movedizas de un relativismo absoluto, en el que todo es negociable, todo admite componenda, no hay nada verdadero, no hay nada sagrado, ni siquiera el primero y principal de los derechos fundamentales de la persona, el derecho a la vida. Este relativismo ético, que se hace evidente en la teorización y defensa del pluralismo ético y que determina la decadencia y disolución de la razón y los principios de la ley moral natural, es la raíz común de las tendencias que caracterizan muchos aspectos de la cultura contemporánea, también en lo que se refiere a la visión de la comunidad política.
Como consecuencia de esta tendencia, no es extraño hallar en declaraciones públicas afirmaciones según las cuales tal pluralismo ético es la condición de posibilidad de la democracia, ya que sólo esto garantiza la tolerancia, el respeto recíproco de las personas y la adhesión a las decisiones de la mayoría, mientras que las normas morales, consideradas objetivas y vinculantes, llevan al autoritarismo y a la intolerancia.
Tal dogma no se compadece con una recta concepción de la democracia y de la comunidad política. No deja de resultar sorprendente y hasta paradójico que cuantos están convencidos de conocer la verdad y se adhieran a ella con firmeza son considerados como poco fiables desde el punto de vista democrático, porque no sostienen que la verdad sea determinada por la mayoría o que sea variable según los diversos equilibrios políticos.
Sin embargo, hemos de proclamar alto y claro que si en la democracia no existen verdades y principios últimos que guíen y orienten la acción política, entonces las ideas y las convicciones humanas pueden ser instrumentalizadas fácilmente para fines de poder. De este modo la democracia se precipita por la pendiente que conduce irremisiblemente al totalitarismo.Alfredo Dagnino, Presidente de la Fundación Intereconomía
Columnistas
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