Sabado, 20 de abril de 2024

Carta semanal del arzobispo de oviedo

Pancartas con trastienda

Hay una estadística que se nos recuerda con profusión, captando la atención por su doloroso protagonismo: la mujer víctima del varón. Ella, junto a los niños que también sufren de tantos modos la violencia de los adultos, representa el deshonroso capítulo de una sociedad prepotente y machista que abusa de modo cobarde de quienes resultan vulnerables ante la nefanda agresividad. Ya sabemos que también la mujer puede agredir y usa de sus violencias, pero el escenario es abrumador al señalar el exceso que tiene en el varón a su principal y triste mentor.

Virginia Woolf, célebre feminista que terminará suicidándose, hablaba ya de los roles estereotipados que podrían haber determinado la lucha de sexos. Un reparto de funciones así, daría como resultado la injusta discriminación que durante tanto tiempo han podido sufrir las mujeres y que tan lenta, pero definitivamente, se ha ido superando, al menos en los países cristianos, aunque no así en el mundo musulmán.

La psicología diferencial ilumina la profunda armonía que existe en la persona humana, como una relación complementaria de varón y mujer. El haber ignorado esta mutua complementariedad, ha dado lugar a que la mujer sufriese tantas reducciones. Simone de Beauvoir, defenderá la desvinculación de la mujer de la maternidad y del hogar-familia, reivindicando una igualdad sin diferencias con el varón, liberando a la mujer de esas tres "kas" de las que hablaba Ch. Möller al comentar la obra de Simone de Beauvoir: la cocina (Küche), la iglesia (Kirche) y los hijos (Kinder).

No es la mujer contra el hombre, ni viceversa, lo que puede aportar claridad en la comprensión armoniosa de la pareja humana; no es la revancha feminista lo que supera los innegables abusos machistas. Julián Marías abogaba por mantener la desigualdad entre el varón y la mujer: no ontológica y discriminatoria, sino una desigualdad complementaria en su reciprocidad armoniosa. Esta es la perspectiva antropológica de Juan Pablo II, al exponer la "unidad de los dos" como imagen de Dios.

Hay una consigna internacional, que sale de los laboratorios de Naciones Unidas y su pretensión globalizadora, que tiene en la estrategia de la ideología de género la hoja de ruta de una revolución cultural de amplio alcance. El ataque a la familia, la censura de la maternidad, la batalla que representan los conocidos lobbies con la sopa de siglas en las que esconden sus nombres, que quieren reescribir la naturaleza humana y la identidad personal, está a la base de esta orquestación en torno a la objetiva discriminación de la mujer o la violencia que ella puede sufrir por parte del varón. Pero ha habido mujeres que también se han dado cuenta de la manipulación de su causa, y han reaccionado con inteligente audacia en un manifiesto pidiendo que no las utilicen, que no están por la labor de secundar el toque a rebato que determinadas corrientes culturales y movimientos políticos se empeñan en imponer con sus escraches mediáticos. No han faltado quienes dejándose llevar por tal convocatoria populista con toda la carga ideológica de género, han quedado abducidos acríticamente con los "síndromes de Estocolmo" al uso, que sorprenden por su fatuidad argumental y el desconocimiento de todo lo que hay detrás de algunas pancartas con trastienda.

Es demasiado seria la batalla por la verdadera igualdad para andarnos en demagogias mediocres o bailando los sones de los grupos que jalean sus consignas. Es demasiado real el dolor de tantas mujeres como para que se las utilice para causas que no traen libertad e igualdad, sino nuevas imposturas dictatoriales contra la vida y la familia. Hay una igualdad respetable en la reciprocidad entre varón y mujer, que supera la violencia de las prepotencias machistas y feministas, y que secunda sin trampa populista la verdad de la persona humana en su complementariedad. Lo decía el comentarista hebreo del Talmud: «Tened mucho cuidado de no hacer llorar a una mujer, porque Dios cuenta sus lágrimas. La mujer ha salido de la costilla del hombre, no del pie para que luego pueda ser pisada, ni de la cabeza para que se crea superior, sino del costado para ser igual entre ambos, un poco más abajo del brazo para ser protegida, y del lado del corazón para ser amada».


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