Jueves, 21 de noviembre de 2024
Santo, guerrero y gobernante
San Fernando: el rey y el gobernante
Fernando III de Castilla y León, san Fernando (1201-1252), es uno de los reyes más importantes de la Edad Media española. Todos hemos oído hablar de su fama guerrera, de sus grandes conquistas en Andalucía, Murcia y Extremadura; también de sus virtudes personales, que le ganaron fama de santidad, aunque la canonización hubiera de esperar hasta 1671. Pero quizá por la relevancia de estos grandes méritos, se tiene mucho menos en cuenta su talla de estadista, de rey y gobernante, y eso que durante mucho tiempo su reinado en Castilla y León fue recordado como un tiempo especialmente dichoso y su memoria guardada como la del mejor monarca que nunca hubo en esos reinos. Sólo el advenimiento de los Reyes Católicos, y el resultado de su prodigiosa obra, pudo superar, andando el tiempo, esa primacía en la memoria de los castellanos. Pero para ello hubieron de pasar casi doscientos cincuenta años.
Casi de milagrosas pueden conceptuarse las circunstancias que hicieron del joven Fernando, un hijo segundón del rey de León Alfonso IX y de la infanta Berenguela de Castilla, el rey que habría de unir definitivamente las dos coronas, separadas en 1157 tras la muerte de Alfonso VII el Emperador. La ruptura duró casi ochenta años en los que menudearon los conflictos, incluso militares, entre los dos reinos, y ello a pesar de la enorme amenaza que para todos suponía el imperio almohade, en la cumbre de su poder. Para pacificar esas diferencias se pactó el matrimonio entre Alfonso y Berenguela, pero el enlace fue disuelto por el Papa, cuando ya había cinco hijos en el mundo, por el estrecho parentesco entre los cónyuges. Segundón, pues su padre tenía un hijo de un matrimonio anterior, y en peligro de ilegitimidad por ser considerado nulo el matrimonio de sus padres, nada permitía pensar hacia 1211 que Fernando pudiera llegar a reinar en parte alguna. Sin embargo, el fallecimiento de su medio hermano leonés y el accidente que costó la vida a su jovencísimo tío, Enrique I de Castilla, propiciaron su acceso, primero al trono castellano en 1217, tras la renuncia de su madre en él, y en 1230 al de León, una vez fallecido su padre. Esta sucesión fue especialmente dificultosa, pues Alfonso IX no quería la unión con Castilla y prefería como reinas a las hijas habidas en su anterior matrimonio. Todas las dificultades fueron vencidas por Fernando con una mezcla de diplomacia, generosidad y medido empleo de la fuerza, y con la inestimable ayuda de su madre, doña Berenguela, que sería un pilar de incalculable valor para la tarea de gobierno del joven rey, como consejera e inspiradora, y hasta su muerte en 1246. Así, en 1230, se restableció, ya para siempre, la unidad castellanoleonesa.
Hay acuerdo pleno entre los cronistas antiguos y los historiadores modernos en que el reinado de Fernando III se caracterizó, sobre todo, por el afán de justicia, la moderación, el deseo de paz con los reinos cristianos y la defensa de los derechos de la corona y del reino frente a las demasías de la nobleza y del clero. También destacó por su protección de la cultura y la promoción del castellano, en lo que es un claro precedente de la labor de su hijo Alfonso X el Sabio.
A diferencia de lo sucedido en otros reinados, pasados y futuros, los inevitables conflictos internos, fueron resueltos sin derivas hacia el choque frontal, y nunca tuvieron carácter irreversible, gracias a la moderación y a la habilidad política del monarca. Con el clero hubo una estrecha colaboración en todo lo concerniente a la cruzada contra los musulmanes, a las conquistas territoriales y la organización eclesiástica posterior, en la que la Iglesia fue enormemente favorecida por el rey. Se dotaron cuatro nuevas e importantes diócesis, las de Baeza-Jaén, Córdoba, Cartagena y, de forma especialmente rica y generosa, Sevilla; se protegió y se concedieron numerosas ventajas a las órdenes militares, especialmente a las hispanas de Calatrava, Santiago y Alcántara, y se apoyó la construcción de las grandes catedrales de Toledo, Burgos y León.
No obstante, también hubo diferencias que no llegaron a extremarse por el carácter pacificador del rey y porque los triunfos militares favorecieron la resolución de los problemas. Estos tuvieron que ver con la apropiación de ciertas rentas eclesiásticas y la exigencia de tributos al clero para financiar las guerras en la frontera, con la injerencia regia en los nombramientos en ciertos obispados de importancia política, como el de Sevilla, y con el matizado apoyo de Fernando al emperador Federico II, primo de su esposa, Beatriz de Suabia, y gran enemigo del papado en la primera mitad del siglo XIII. Así pues, pese a su indudable santidad de vida, Fernando III supo hacer frente, cuando lo creyó necesario, al enorme y creciente poder eclesiástico, y al de los papas en tiempos de pretensiones claramente teocráticas.
En cuanto a la nobleza, los comienzos de su reinado en Castilla, y hasta 1225, fueron perturbados por la gran oposición del poderosísimo linaje de los Lara, contrarios a su elección como rey, y a los que supo doblegar. La situación con el conjunto de la nobleza, un test siempre difícil para los reyes medievales, fue mejorando mientras avanzó el reinado y se sucedieron las conquistas territoriales, excelente vía de escape para las tensiones con la combativa aristocracia. La habilidad de Fernando fue clave para sortear este tipo de dificultades, en especial si se compara con lo sucedido en otros reinados, como el de su hijo Alfonso.
Fernando III fue un gran protector de la vida urbana y del poder municipal en unos tiempos en que las ciudades aparecían como la gran novedad en el panorama social y económico de una Europa fuertemente ruralizada. Es indicativo el hecho de que, de los 852 documentos que se conservan de su cancillería, casi 200 se relacionan con ellas, ocupándose de su gobierno, justicia y economía. El rey demostró en este aspecto una gran sabiduría política, actuando con mesura para que los derechos otorgados a las ciudades no lesionasen a otros poderes "eclesiásticos y nobiliarios" que veían a menudo con gran recelo los avances del poder municipal en sus zonas de influencia. Favoreció, pues la autonomía municipal, el autogobierno característico de la ciudad medieval europea, pero procurando siempre que, ante todo, prevaleciese la justicia en las relaciones entre las partes. Otorgó fueros a muchos concejos, especialmente a los nacidos de sus conquistas: Andújar, Baeza, Úbeda, Córdoba, Arjona, Jaén, Mula, Cartagena y Sevilla, entre otras villas y ciudades, le debieron sus primeros ordenamientos tras su incorporación.
Sus grandes conquistas, en las que no nos detendremos, fueron siempre el resultado de una cuidadosa y acertada preparación política, y a ello se debió, en buena medida, el espectacular resultado de sus campañas, pues en veinticinco años incorporó tantas o más tierras que en los ciento cincuenta previos. Ningún rey de la España medieval se acerca a sus logros como guerrero. Además, puso en marcha el impresionante proceso de repoblación y colonización con gentes de sus reinos de las tierras conquistadas en la Baja Extremadura, Andalucía y Murcia, labor completada tras su muerte por Alfonso X.
En el interior de sus reinos, gobernados durante décadas con la colaboración de su madre, reforzó las instituciones centrales y territoriales, para lo que reformó y perfeccionó la cancillería regia y creó o consolidó la red de merindades castellanas, un elemento que mejoró sustancialmente la administración, la fiscalidad y la impartición de justicia. No puede olvidarse tampoco la protección que brindó a la Universidad de Salamanca, a la que otorgó privilegios que prepararon su despegue ya durante el reinado de Alfonso X.
Por último, como ya dijimos, es muy destacable su promoción del castellano como lengua de la cancillería y de las instituciones. Si al principio de su reinado, entre 1217 y 1230, sólo el 8% de los documentos regios está en castellano, entre 1245 y 1252, año de su muerte, la proporción creció hasta el 80%. También en esto su hijo Alfonso se convirtió en el continuador que supo culminar la obra de su padre, a quien admiraba rendidamente.
Así pues, santo y guerrero, sí, pero también extraordinario hombre de gobierno cuya inmensa labor merecería ser más conocida por los españoles de hoy.
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