Miercoles, 08 de mayo de 2024

Del monopolio de la caridad y del altruismo forzoso

La característica clásica del Estado, la cualidad que le define, es la de ser la institución que goza del monopolio de la violencia. Dicho atributo se le confiere por la necesidad de que haya una institución que vele por la seguridad de sus miembros y que garantice la convivencia pacífica y permita el normal desarrollo de la actividad humana. Esa es la justificación clásica del Estado. El problema es que progresivamente el Estado ha ido ampliando los ámbitos de su monopolio. Ya no se contenta con gozar del monopolio de la violencia, sino que además quiere monopolizar la cultura, la educación, la moral y la caridad. El Estado quiere monopolizarlo todo, hasta nuestra felicidad.

  Pero una de las cosas más chocantes, como antes decía, es la insistencia del Estado en hacerse con el monopolio de la caridad y del altruismo. Hasta finales del siglo XIX la caridad y la atención al necesitado eran prestadas por entidades privadas financiadas con fondos particulares, en muchos casos canalizada a través de la Iglesia, aunque también existían otras entidades sin ánimo de lucro volcadas en la atención al necesitado. Entonces la caridad era voluntaria, dependía de la conciencia individual, que la dirigía hacia aquellos fines o necesidades que cada uno juzgaba más apremiantes o encomiables y se articulaba a través de instituciones diversas de derecho privado que pretendían cubrir dichas carencias: hospicios, escuelas, asilos, hospitales e incluso obras civiles (pozos, canales, puentes, etc.).  

 Entonces la caridad era graciable y por lo tanto el receptor se sentía en deuda y agradecía a sus benefactores la ayuda recibida. Del mismo modo, el benefactor entendía que estaba haciendo el bien, un acto voluntario de altruismo, de renuncia y de desprendimiento consciente y no obligado de bienes materiales destinado a paliar las necesidades del prójimo.

   A medida que, desde finales del siglo XIX, pero sobre todo a partir de mediados del siglo XX, el Estado desarrolla una ofensiva expansiva de su actividad asistencial que desbarata por completo el modelo de caridad voluntaria para pasar a la cultura del Estado del Bienestar o del Estado Omnipotente, de la caridad coactiva y de los derechos de contenido económico.  

 Desde hace más de 100 años el Estado legisla sin parar inundando el sistema de derechos de contenido económico: derecho a la sanidad, derecho a la educación, derecho a un trabajo, derecho a una vivienda, derecho a la prestación por desempleo, derecho a ser mantenido. etc. y cada uno estos nuevos derechos reconocidos imponen obligaciones y coartan la libertad del contribuyente, que es quien los sufraga. Pero lo más gracioso es que no hay manera de parar esa orgía de derechos, ya no vale el derecho a una vivienda, sino que además ésta ha de ser digna. Ya no vale el derecho a la educación, sino que además ha de ser el derecho a un portátil para cada niño y que ésta sea bilíngüe. Ya no se trata del derecho a la sanidad, sino del derecho a la castración genital, al suicidio y al aborto. Así, cada nuevo derecho reconocido conlleva un incremento correlativo de la presión fiscal y una pérdida de independencia económica, que es la que realmente nos hace libres.

  Pero lo verdaderamente importante, no es ya la lista inagotable de derechos, sino el cambio conceptual de la caridad asistencial. Al sustituirse el concepto de caridad voluntaria y de altruismo consciente por el de derechos, el beneficiario de los mismos ya no está agradecido a su benefactor. El subsidio recibido no es dispensado altruistamente por un alma caritativa a quien tengo que estarle agradecido. Ese subsidio es un derecho, es mío (aunque realmente no haya hecho nada para merecérmelo o ganármelo) y por lo tanto no tengo que darle las gracias a nadie por ello, porque me lo merezco y me lo tienen que dar. Ya no existe la persona benefactora reconocible, con cara y ojos, sino que dicho papel es ocupado por la abstracción del Estado.

   Antiguamente el perceptor de la acción caritativa era consciente del carácter graciable de la ayuda y, por lo tanto, hacía lo posible por salir de la situación de necesidad. Se esforzaba y trabajaba por superar el bache. Era consciente de que recibía algo que nadie le debía, algo a lo que no tenía derecho.

El beneficiario no se sentía orgulloso por tener que acogerse a las ayudas de la beneficencia, era la última opción, es más, era una mancha, una mácula social. Hoy en día, el beneficiario de las prestaciones del Estado del Bienestar no ya sólo no se avergüenza de su condición y del uso de las ayudas públicas, sino que incluso se ufana del abuso que hace de las mismas, de las bajas médicas que coge y de sus técnicas de "ingeniería del subsidio".

  Del mismo modo, antes el benefactor, el altruista voluntario, era reconocido y su labor era socialmente valorada. Él era quien decidía el destino de sus aportaciones, los proyectos dignos de su apoyo. El benefactor supervisaba y controlaba el uso dado a sus fondos. El administrador de la obra de beneficencia respondía ante benefactor, ante el donante. Hoy en día todos somos benefactores, pero benefactores obligados, forzados por el poder coercitivo del Estado. Benefactores no reconocidos por el perceptor de nuestra ayuda, quien no tiene conciencia de deberle nada a nadie, sino todo lo contrario. Hoy en día el benefactor no decide el fin dado a sus fondos, las obras de caridad que quiere sufragar, ni tiene mecanismos de control sobre el administrador de sus obras de caridad.  

 Pero no sólo eso, no sólo el Estado Omnipotente ha roto para siempre los lazos entre el benefactor y el socorrido, sino que la creación de interminables listas de nuevos derechos ha exigido incrementos constantes de la presión fiscal, del expolio creciente a la sociedad, detrayendo ingentes recursos de la población para destinarlos a su caridad obligatoria y sectaria, de manera que son ya pocos los que disponen de recursos excedentarios con los que financiar obras de caridad o de altruismo voluntario. Con ello, no sólo se ha perdido el altruismo sino, lo que es más importante, hemos perdido la ética de la caridad y de la ayuda al prójimo. Nos hemos vuelto menos humanos.


Comentarios

Por Jaime Cifu 2012-09-04 11:36:00

El artículo está desenfocado histórica y teóricamente. De hecho recuerda muy mucho a algunos que se pueden leer en medios liberales. Sólo dos apuntes: 1º. En España antes de la desamortización, los municipios poseían muchos bienes comunales que permitían la asistencia a los necesitados de la parroquia, llegó el régimen liberal y lo liquidó todo, instaurando en su lugar y 100 años más tarde un sucedáneo de lo que había existido. 2º. La caridad no es voluntaria en el sentido de que si me apetece puedo no ejercerla (concepción liberal de la filantropía). La caridad (amor social) es un deber del cristiano para con su prójimo: una de sus implicaciones es compartir lo que se tiene con el que no tiene, entre otros motivos porque los bienes tienen un destino universal y la PROPIEDAD PRIVADA NO ES UN DERECHO NATURAL.


Por Rafaelmdel Pulgar 2012-09-04 01:21:00

Estupendo articulo sobre el totlitarismo de los estados difrazados de democracias


Por jam 2012-09-03 23:03:00

me gusta tu artículo, estoy de acuerdo que hoy por hoy las ayudas no están bien distribuidas y que muchos se aprovechan de ellas ante la pasividad y complicidad por otra parte de los dirigentes políticos, los que más se aprovechan de nuestro esfuerzo diario. Es verdad que somos menos humanos pero con la que está cayendo y con nuestra mentalidad de sálvese quien pueda no queda otra...


Por Ponga 2012-09-03 19:40:00

Es cierto que el Estado debe proveer de modo subsidiario, a las necesidades sociales. Y que lo ideal es que las redes tradicionales o espontáneas ante un mal circunstancial alcancen a proveer.Familia, gremio,comunidad rural, Iglesia, cofradía, mutua, fundación, tercer sector...sindicato de verdad, ONG de verdad..., y cuanto menos dirigismo político, mejor.


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