Domingo, 05 de mayo de 2024

El discreto encanto de la Física

El término ciencia procede del verbo latín “scire” (conocer) y según la RAE es el “conjunto de conocimientos obtenidos mediante la observación y el razonamiento, sistemáticamente estructurados y de los que se deducen principios y leyes generales”. En español disponemos además de dos términos de origen griego que nos ayudan a precisar aún más: la palabra epistemé (del verbo “ἐπίσταμαι” -epistamai-, conocer), que refiere sólo a la parte teórica de una ciencia; y la palabra tekné (del nombre “τέχνη”) que refiere a la parte práctica de esa ciencia, la ciencia aplicada. La relación entre la parte teórica y la práctica de una ciencia es tan íntima que existe un aforismo romano que dice que la teoría sin praxis es un carro sin eje, y que la praxis sin teoría es un carro sin vía. Personalmente me inclino a pensar que la praxis sin su respectiva teoría sistemática es lo que propiamente se podría denominar “arte”.

  Pero hace cinco siglos comenzó a infiltrarse en el mundo intelectual la rompedora idea de que sólo es ciencia aquel conocimiento que puede demostrarse experimentalmente, ser formalizado matemáticamente y que, además, permite “predecir”. Esta idea ha sido sostenida por cientificistas de diverso corte y pelaje, entre los cuales destacan los empiristas, los enciclopedistas, los utilitaristas y los positivistas; casi todos ellos bien conocidos por su amor a la Cristiandad: Locke, Hume, Rousseau, Voltaire, Bentham, Comte, etc.

  El caso es que esta idea reduccionista de lo que es ciencia surgió -y se mantiene en el tiempo- como una reacción alérgica e irracional contra la Teología y Filosofía cristianas. Dado que los conocimientos teológicos y filosóficos no se pueden comprobar experimentalmente, aquellos señores decidieron que ni la una ni la otra eran “ciencia” propiamente dicha; sino que constituían un mero acervo de conjeturas argumentadas oscuramente, útil sólo para generar violentas discordias religiosas e intelectuales entre los hombres. La popularidad de esta “boutade” llegó a ser tal, que incluso el tan celebrado (y teólogo) benedictino español del siglo XVIII, Benito Feijoo, no dudó en afirmar lo siguiente:

  “La experiencia ha sido el único juez árbitro que ha terminado algunos lides o desterrado algunos errores de las aulas” “Donde todo se deja a la especulación y al raciocinio, siempre el pleito está pendiente. Pasa un siglo y otro siglo oyéndose los mismos gritos, los mismos argumentos, las mismas distinciones, y el tesón de las partes contendientes se va transfiriendo, como por sucesión hereditaria, de unos en otros profesores, sin que haya esperanza ni de victoria ni de ajuste”. “¿Qué descubrimientos útiles en orden a la práctica se hicieron por espacio de tantos siglos en virtud de la filosofía aristotélica, cuando (entre los extranjeros) en virtud de la experimental, se han hecho tantos y se están haciendo cada día?”

  ¿Qué es lo malo de esta idea? Pues que si las creencias teológicas y filosóficas católicas no son “científicas”, sino sólo una conjetura privada, pueden ser válidas para la vida privada, pero no para la vida pública. Por tanto el cientificismo es la excusa intelectual del laicismo para rechazar al cristianismo en la vida pública. He aquí la consecuencia de comprar mercancía intelectual averiada a los cristianófobos.

  ¿Cómo rebatirla? Hay que rechazar que la ciencia deba ser matematizable y pueda y deba “predecir”. Por un lado, no todo conocimiento experimental es matematizable. Por otro, el matemático que afirma que 2+2 darán 4 como resultado no hace una predicción, como tampoco predice nada el físico que afirma que bajo determinadas condiciones la combinación de dos átomos de hidrógeno y uno de oxígeno dará como resultado una molécula de agua. Jamás diríamos “Cifu predice que si acercamos un mechero encendido a la gasolina ésta arderá”. Los dos científicos y Cifu se limitan a enunciar propiedades necesarias de la legalidad físico-lógica del mundo del que están hablando. En rigor, predecir es decir que algo sucederá antes de que suceda, pero para predecir es necesario conocer el evento futuro desconociendo la precisa cadena causal que conduce hasta él; y como esto es sólo atributo de profetas, quien dice que para ser ciencia la ciencia debe predecir está introduciendo la superstición como un esotérico atractivo extra del conocimiento. Todo muy fascinante y muy de escuadra y compás, pero muy falso también. Por mi parte no he conocido hasta el momento a ningún físico capaz de “predecir” en qué casilla de la ruleta caerá la pelotita.

  Según el enfoque de estos señores, la Economía se sitúa en tierra de nadie. De hecho, en ocasiones es la más sobrevalorada de las supersticiones y en otras la más infravalorada de las ciencias. Muchas de sus variables no son cuantificables monetariamente, existen relaciones causa-efecto entre una misma variable a lo largo del tiempo, relaciones “especulares” entre dos o más de ellas (X influye en Y, Y en Z y Z en X), tales vínculos pueden no ser cuantificables o universales (pensemos por ejemplo en la relación existente entre salario y rendimiento laboral, ¿existe una relación entre ambas variables? La respuesta es sí, pero varía de unas personas a otras y es de esperar que 100 € adicionales al sueldo de un peón modifiquen mucho más su rendimiento que si ese dinero es entregado a Messi). Así que la formalización matemática es muy complicada más allá del ámbito de los asuntos comerciales. La razón última de su colosal complejidad es que la Economía es una ciencia humana, su objeto de estudio es el ser humano, ser vivo dotado por Dios de voluntad y libre albedrío y que, por tanto, reacciona a un mismo estímulo de formas muy diversas. Un hombre no es un inerte átomo, ni la sociedad es una agrupación de átomos. Por todo ello, tampoco el economista puede “predecir”, sino sólo realizar juicios condicionados, que son enunciados del tipo: “teniendo en cuenta las circunstancias observadas, lo más probable es que suceda esto”.

  Ahora bien, aquellos cientificistas siempre encontrarán economistas dispuestos a matematizar y “predecir”, aunque no sea por admiración a la física, celo investigador o complejo de inferioridad. En realidad un economista tendrá tantas más posibilidades de ser contratado por un gran empresario o político cuanto más físico-símiles sean sean los modelos econométricos que le presente y por tanto, cuanto más matematizados sean y mayor “capacidad predictiva” se les presuponga. En otras palabras: tales economistas son las modernas pitonisas de poderosos empresarios y políticos, fascinados por la posibilidad de revivir los oráculos del templo de Apolo en Delfos (sobremanera si sirven para confirmar sus propias estimaciones acerca del futuro).

  Estos economistas áulicos que dan ruedas de prensa en el Ministerio de Economía y ocupan gabinetes de estudio en la CEOE, Banco de España, BBVA, Reserva Federal, BCE, etc., “predijeron” en su día un crecimiento económico sin fin a la vista, que casi habíamos conseguido recrear la cornucopia y que cada día seríamos más pobres que el siguiente. Los hechos han sido inmisericordes, pues huelga recordar que ni se olieron el advenimiento del “crash” de las puntocom en 2000, el desarrollo y estallido de la burbuja inmobiliaria de 2000 a 2008, la catástrofe de los derivados hipotecarios en 2008 o la recesión subsiguiente.

  En resumidas cuentas: la idea de ciencia de los cientificistas no sólo rechaza por anticientíficas las ideas católicas, sino que además conduce a dolorosísimos errores de gestión económica. Gracias a Dios, desde hace ya hace algunos años se viene abandonando estas absurdas ideas.


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