Sabado, 27 de abril de 2024

¿que europa queremos?

¿Por qué no una Europa gaullista?

El Mercado Común Europeo fue una comprensible respuesta humanista a las catástrofes de 1914-45: dos guerras mundiales desencadenadas por el choque de desconfianzas y resentimientos nacionales, más dos totalitarismos surgidos de la bancarrota moral de la Primera Guerra (ni Lenin habría podido tomar el poder ni habrían existido un Hitler o un Mussolini sin Verdun y Tannenberg). La idea era hermanar progresivamente a los pueblos europeos mediante su interacción e interdependencia económica.

Ahora bien, desde el principio hubo dos versiones de la idea europeísta. La versión maximalista "auspiciada, por ejemplo, por Jean Monnet" estimaba que el proceso de construcción europea debía culminar en una federación o superestado. La integración económica debía servir como anzuelo, pretexto y preparación para una posterior integración política, de la misma forma que el Zollverein alemán (1834) precedió en tres décadas a la creación del Reich (1871). Especialmente, la creación de una moneda única proporcionaría la coartada perfecta para un progresivo vaciamiento de la soberanía nacional, so capa de armonización de las políticas económicas.

En las últimas décadas, la UE ha sido inspirada por este espíritu: ha intentado convertirse en una entidad supranacional, que no internacional (de cooperación entre Estados). El papel rector de la Comisión Europea "que concentra todo el poder ejecutivo y gran parte del legislativo de la UE, pero no responde ni ante los Gobiernos nacionales, ni ante los ciudadanos europeos ni ante el Parlamento Europeo" es el principal instrumento de ese proceso de supranacionalización. La Comisión Europea posee el carácter superiorem non recognoscens que Bodino atribuyó a la soberanía.

Pero la federalista-supranacional no fue la única interpretación del proyecto europeo. Este fin de semana tendrá lugar en Trieste "organizado por el gran Renato Cristin" un congreso internacional sobre San Juan Pablo II y De Gaulle como posibles referentes para la Europa actual. El Papa polaco nos dejó en su obra Memoria e identidad mimbres para un entendimiento de la UE compatible con la preservación de las identidades nacionales. En cuanto al general De Gaulle (quien, tras haber salvado el honor francés en 1940-45, retornó al poder y creó la Quinta República en 1958, cuando el proyecto europeo ya estaba en marcha), dejó afirmaciones lapidarias a favor de una «Europa de las patrias», sin superestado: «Existe el Mercado Común. Es una unión aduanera que puede venirnos bien. […] Pero comporta también pretensiones "lo que llaman «virtualidades supranacionales»" que no son aceptables para nosotros. ¡Es absurda la «supranacionalidad»! ¡No hay nada por encima de las naciones, a no ser lo que los Estados decidan juntos! ¡Las pretensiones de los comisarios de Bruselas de dar órdenes a los Gobiernos son ridículas [dérisoires]! ¡Ridículas!». «¡Deseo [la unión de] Europa, pero la Europa de las realidades! Es decir, la de las naciones, y de los Estados, que sólo pueden basarse en naciones».

Hay que decir que no todo era trigo limpio en la visión europea de De Gaulle. Buscaba una Europa basada en el eje franco-alemán; pensaba que las necesidades exportadoras de la agricultura francesa y la industria alemana se complementaban. Además, esperaba que en el consorcio franco-alemán Alemania aportaría sólo peso económico y demográfico, mientras que Francia pondría el músculo diplomático y militar (gracias a su derecho de veto en la ONU y a su posesión del arma atómica). Para que Francia tuviese la voz cantante en el Mercado Común, era esencial mantener fuera de él al Reino Unido, y de hecho De Gaulle vetó su incorporación en dos ocasiones (1962 y 1967). Aquí operaba también en la visión del general una indisimulada anglofobia, un resentimiento heredado quizás de los años fatídicos 1940-45 en los que, si pudo mantener enhiesto el pabellón de la Francia Libre, fue gracias al apoyo angloamericano. Cuando entra en París el 25 de agosto 1944, De Gaulle aclama en su discurso al «¡París liberado! ¡Liberado por sí mismo, con el concurso de toda Francia, de la Francia eterna!». Olvidó el pequeño detalle de que él nunca hubiera podido retornar a París sin que decenas de miles de anglosajones se dejaran la vida en las playas de Normandía.

La política exterior de De Gaulle minó la cohesión occidental en plena Guerra Fría: sacó a Francia de la estructura militar de la OTAN (1966) y buscó siempre el curso de acción que más pudiera incordiar a EE.UU. Reconoció a la China comunista cuando aún no lo había hecho ningún país occidental (1964); inició la Ostpolitik por su cuenta viajando a Moscú y otras capitales del Pacto de Varsovia; hizo una gira por Hispanoamérica alentando el sentimiento antiyanqui; en el balcón del Ayuntamiento de Montreal lanzó en 1967 su célebre «¡Viva Quebec libre!», alentando así el separatismo quebequés y creando problemas internos a un país amigo (de nuevo, olvidó que miles de canadienses habían caído en 1944 en la liberación de Francia).

Pero, depurada de estas estridencias antioccidentales "que obedecían en el fondo a la nostalgia de la "grandeur": el general quería que Francia siguiera jugando a ser superpotencia, negándose a reconocer que ya no tenía dimensión para ello" la visión europea de De Gaulle, no muy diferente de la de Konrad Adenauer, nos ofrece una referencia muy útil a los europeos que, reconociendo las virtudes de la UE como unión aduanera, nos resistimos a su transmutación en superestado (y más aún si se trata de un superestado en el que el wokismo y el milenarismo climático funcionen como religión oficial).

Por cierto, y ya que hablamos de wokismo, las opiniones del general sobre asuntos como el aborto o la inmigración le convertirían hoy en fascista a ojos del burócrata europeo medio (olvidando que fue, precisamente, el hombre que no aceptó rendirse al fascismo). Sobre el aborto pensaba esto: «[Legalizarlo] Significaría que yo aceptaría que la población francesa, en lugar de crecer, disminuya. Que nuestro país desaparezca en un siglo o dos». Sobre los anticonceptivos: «¿La píldora? ¡Nunca! Mi Gobierno nunca presentará un proyecto de ley sobre eso. ¡No se puede reducir la mujer a una máquina de hacer el amor! Vais contra lo más precioso que hay en la mujer: su fecundidad. Si toleramos la píldora, todo se hundirá: el sexo lo va a invadir todo».

Y sobre la inmigración: «Está muy bien que haya franceses amarillos, franceses negros, franceses cobrizos. Muestran que Francia está abierta a todas las razas y que tiene una vocación universal. Pero con la condición de que sean una pequeña minoría. Si no, Francia ya no sería Francia. Caramba, somos ante todo un pueblo europeo de raza blanca, de cultura grecolatina y de religión cristiana. ¡Que no nos cuenten historias! ¿Ha visto Vd. a los musulmanes? ¿Los ha visto, con sus turbantes y chilabas? ¡Es evidente que no son franceses! Los que propugnan la integración [franco-magrebí] tienen cerebros de colibrí. Intente integrar el aceite y el vinagre: se separarán de nuevo. Los árabes son árabes, los franceses son franceses. ¿Cree que el cuerpo francés puede absorber a diez millones de musulmanes, que mañana serán veinte y pasado mañana cuarenta?».


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