Sabado, 23 de noviembre de 2024

Universitarios en EEUU

La nueva clase alta norteamericana

Pocas lecturas pueden resultar tan provechosas a quien desee entender lo que le está ocurriendo a la sociedad norteamericana como "Coming Apart" (2012), de Charles Murray. El gran sociólogo compara la América blanca de 1960 con la de 2010, examinando la evolución de "Belmont" (la clase alta de titulados universitarios, empresarios, profesionales liberales, etc.) y la de "Fishtown" (la clase media-baja de blue collars, obreros especializados, administrativos, gente empleada en los servicios y la agricultura, etc., sin titulación universitaria): para entendernos, Belmont sería el barrio de Salamanca y Fishtown, Vallecas.

La evolución ha sido divergente: Norteamérica es hoy mucho menos homogénea que en 1960; la diferencia entre las clases se ha ampliado. La izquierda suele atender sólo a la dualización económica, pero ese es el aspecto que menos inquieta a Murray. En realidad, todas las clases han mejorado algo sus ingresos reales, aunque el incremento ha sido mayor en la clase alta. Pero ese enriquecimiento es consecuencia natural de la selección por el talento, mucho más eficaz en EE.UU. en el último medio siglo que en épocas anteriores.

Hasta 1960, sólo los ricos podían estudiar en las mejores universidades. A partir de entonces, las becas y préstamos permitieron el ingreso a estudiantes de extracción más humilde, y las propias universidades se preocuparon de ser cada vez más selectivas y captar a los mejores cerebros jóvenes del país. Desde los años 60, las universidades de la Ivy League han reclutado a la verdadera élite intelectual, y no ya a la élite socio-económica: en ninguna otra institución se había producido nunca antes una concentración tal de materia gris, con un promedio de IQ 130 o más.

En esas universidades de élite se ha cocido en las últimas décadas la "nueva clase alta". No sólo porque los egresados de ellas serán después los CEOs de las grandes compañías, los abogados de los super-bufetes, los programadores de Google o Microsoft, los médicos brillantes a los que se disputan los mejores hospitales privados. También porque la new upper class practica la endogamia: esos hombres y mujeres excepcionalmente dotados "a los que las universidades de élite ponen en contacto- terminan en muchos casos casándose entre sí.

Los ingresos de la nueva clase alta son cada vez mayores porque esa clase es cada vez más productiva. El valor añadido que aporta un informático que diseña un nuevo algoritmo para Google o de un CEO que pilota con acierto "en el océano proceloso de la nueva economía digital y globalizada- una compañía con cientos de miles de accionistas es incalculable. El representante típico de la new upper class trabaja como un animal (hasta 60 horas semanales), y sus horas de labor son egregiamente retribuidas. Porque, sencillamente, lo valen.

Esa nueva aristocracia del talento se ha ido segregando económica, cultural y hasta geográficamente del resto de la sociedad. Se concentran en los SuperZips, barrios selectos inabordables para quienes no sean de su clase. El Upper East Side de Nueva York, la Main Line de Filadelfia, la Beacon Hill de Boston, que todavía eran relativamente interclasistas en 1960, ahora son fortalezas de la new upper class. Envían a sus hijos a carísimos colegios de élite, y además los abruman con clases de piano, idiomas y natación. Pasan las (breves) vacaciones en Europa, la costa de Maine o el Caribe. Están delgados, comen mucha verdura y productos integrales, abominan del tabaco, beben poco alcohol (vino, no cerveza), no ven prácticamente la TV (a no ser DVDs o vídeo a demanda). Mientras tanto, el norteamericano de clase baja sigue flotando en cerveza, comida rápida, colesterol, 35 horas semanales de tele (concursos, reality shows, etc.). Las largas tardes de sábado todavía se dedican a ver el fútbol americano o el baloncesto desde el sofá (el norteamericano rico, mientras tanto, estará probablemente trabajando; si se relaciona con el deporte, es a través de su práctica).

Pero lo más significativo "y la gran sorpresa- es lo que está ocurriendo en el plano moral, religioso y familiar. Interesa aclarar que las famosas "élites progres de California y la costa Este" son sólo un subconjunto (muy visible, pues domina Hollywood, los medios, etc.) de la clase alta, que incluye también una amplia representación conservadora (por ejemplo, Trump ganó claramente en el segmento de mayores ingresos). Y resulta fascinante estudiar las curvas que nos presenta Murray. Se descubre entonces que la revolución moral-cultural-sexual de los 60 "surgida en las élites progres de ambas costas- dañó a la clase alta sólo superficial y pasajeramente. Pero a partir de los 70, el ethos liberacionista se convirtió en la nueva cultura de masas, extendiéndose silenciosamente a la clase baja. Y la está destrozando.

Murray estudia la evolución de cuatro virtudes que, como indicaron los Padres Fundadores de EE.UU., constituyen la sustancia de una vida con sentido y los presupuestos necesarios para la sostenibilidad de una sociedad libre: la estabilidad familiar, la laboriosidad ("vocación"), la implicación comunitaria (capital social) y la religiosidad. En lo que se refiere a la familia, encontramos que la clase alta ha capeado estas décadas mucho mejor de lo que se podría esperar: el porcentaje de personas de entre 30 y 50 años de edad casadas, que era del 94% en 1960, había descendido en 2010 hasta el 83% en Belmont (el barrio rico arquetípico); en la clase baja, el porcentaje pasó de un 84% en 1960 a un 48% en 2010. O sea: el matrimonio está en vías de extinción en Fishtown (la ciudad imaginaria que representa a los de abajo), mientras goza de buena salud en Belmont (de hecho, la bajada de diez puntos se produjo en los 70 y 80, y la curva se estabilizó en los 90 y 2000). Las consecuencias son para la siguiente generación: el porcentaje de niños que viven con ambos padres biológicos al alcanzar la madre los cuarenta años de edad, que rondaba en 1960 en torno al 95% tanto en la clase alta como en la baja, seguía siendo en 2010 de un 90% entre los ricos, mientras entre los pobres se había desplomado hasta el 32%. La curva de divorcio se ha estabilizado entre los ricos desde 1980 en un 5%; entre los pobres crece sin cesar, alcanzando el 37% en 2010.

La ruina de la estabilidad familiar parece corresponderse con el desplome de otras virtudes en Fishtown. Por ejemplo, la industriosidad: el porcentaje de hogares de Belmont en los que al menos un adulto había trabajado 40 horas o más en la semana anterior era del 87% en 2010 (casi igual que en 1960); en Fishtown, ese porcentaje había bajado desde el 81% en 1960 al 53% en 2010. O el respeto a la ley: el número de presidiarios por 100.000 habitantes, insignificante en Belmont tanto en 1960 como en 2010, saltó en Fishtown-Vallecas desde 213 en 1960 a casi 1.000 en 2010. En cuanto al capital social "la confianza en los vecinos y conciudadanos, y la cooperación voluntaria con ellos para lograr fines valiosos, bajo la forma de asociaciones varias-, se observa la misma pauta: se mantiene a niveles altos en Belmont, mientras se derrumba en Fishtown. ¿Y la religiosidad? El porcentaje de americanos de clase alta que asiste a servicios religiosos más de una vez al año pasó de un 65% en 1960 a un 53% en 2010. En la clase baja, el descenso fue más pronunciado: de un 57% en 1960 a un 39% en 2010. Estas cifras desmienten una vez más el cliché "ricos progresistas y secularizados vs. pobres conservadores y religiosos". Por cierto, aunque en declive, siguen siendo índices de práctica religiosa muy superiores a los europeos.

En definitiva: lo que preocupa a Murray no es la dualización económica -que ve como consecuencia inevitable de la pérdida de valor añadido del trabajo manual y el incremento del conocimiento en una economía hipertecnificada- sino la separación moral y cultural, que amenaza convertir al país en dos sociedades estancas: una con familias intactas, excelencia educativa y capital social, y otra arrasada por la ruptura familiar, la fatherlessness (niños que se crían sin padre), la pérdida del sentido comunitario y la delincuencia.

Murray, que no culpa a la clase alta por ser rica, sí tiene un reproche importante para ella. Belmont practica todavía las virtudes, pero ya no las predica. El discurso por defecto en la clase alta es la "ecumenical niceness", el buenrollismo universal, el nonjudgmentalism: "todos los estilos de vida valen lo mismo, y el nuestro no es mejor", "lejos de nosotros juzgar a nadie", etc. El historiador Toynbee afirmó que lo que distingue a la élite en una civilización floreciente es su autoconfianza moral, su convicción de que sus valores son superiores, y su aspiración a extenderlos al resto de la sociedad. La nueva clase alta americana no quiere sermonear sobre las virtudes que de hecho practica (y con excelentes resultados). Eso la diferencia, por ejemplo, de la burguesía de la Inglaterra victoriana, que buscó "y en parte consiguió- transmitir sus valores al proletariado, creyendo que "también el obrero puede ser un gentleman". Pero la gran Inglaterra del siglo XIX todavía aspiraba a gobernar y civilizar el mundo; el EE.UU. del XXI se conforma con no ofender ni juzgar a nadie. La dualización social y la dimisión moral-pedagógica de la élite presagian su declive como superpotencia.



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