Sabado, 23 de noviembre de 2024
Una opinión sobre la contratación laboral
¡Bendita economía sumergida!
Resulta que ahora, el Gobierno ha encontrado su cabeza de turco, alguien nuevo (tras agotarse el discurso de la culpabilidad de Aznar, Bush, el neoliberalismo y los banqueros, salvo Botín, el financiero del Régimen) a quien echarle la responsabilidad de la crisis y de la caída en la recaudación de impuestos y cotizaciones a la Seguridad Social: la economía sumergida. Una vez más, los socialistas y la derecha estatista, se unen en la simpleza intelectual y en la vacuidad de lo políticamente correcto. Porque ¿es que aun no se han dado cuenta de que nadie se sumerge por gusto? ¿Es posible que no se den cuenta de que la economía sumergida no es más que la consecuencia de las políticas intervencionistas y restrictivas de la libertad de contratación? ¿Es que no saben que aquellos que se sumergen lo hacen empujados por la asfixiante legislación laboral?
La actual legislación laboral española, hija de la regulación paternalista del franquismo, impone una inagotable lista de cortapisas y restricciones a la libre voluntad de las partes contratantes: empleador y asalariado. Las partes, hurtada su autonomía de la voluntad, no pueden fijar libremente las condiciones básicas del contrato: horarios, duración de la jornada, salario, descanso, vacaciones, complementos por incapacidad temporal, seguros de convenio, permisos retribuidos, revisión salarial, rescisión (ya sea ésta por mutuo acuerdo o por incumplimiento de una de las partes), etc. De tal manera que las condiciones del contrato las fijan terceros ajenos al mismo: Gobierno-legislador y sindicatos empresariales y sindicatos de “trabajadores”. Pero no sólo establecen una norma marco o de mínimos, sino que la legislación y los convenios colectivos regulan hasta los detalles más ínfimos de las relaciones laborales, cercenando e imposibilitando la libre negociación entre las partes implicadas: empleador y asalariado.
Además de todo lo anterior, no podemos obviar los elevadísimos impuestos a la contratación, eufemísticamente llamados cotizaciones a la Seguridad Social. En realidad, estas cotizaciones lo que gravan es la contratación de trabajadores y suponen un impuesto directo sobre el trabajo, una barrera a la contratación de trabajadores.
Estas cotizaciones a la Seguridad Social suponen para la empresa un incremento en los costes de contratación de alrededor del 35% (dependiendo de la actividad de la empresa) y una merma de ingresos para el empleado del 6,35%. Estamos hablando que entre lo pagado por el empleador y el empleado, el impuesto sobre el trabajo supera el 40% del coste real del factor trabajo, al margen del resto de la fiscalidad. Una auténtica salvajada. Y aun hay algunos que se escandalizan por la existencia de empleo sumergido. Cuando lo que debería escandalizarles es este inmenso atraco, atraco que, por otro lado, es el gran generador de paro.
Ante la presión recaudadora del Estado y la falta de libertad de los contratantes, las empresas y los trabajadores se ven obligados a marginarse, escapando de las cortapisas y de las imposiciones de la legislación laboral. La empresa, obligada por las condiciones del mercado y de la crisis, se ve impelida a asumir el riesgo de contratar al margen de la Seguridad Social para mantener dosis de competitividad que le permitan subsistir, mientras que el trabajador, ante la disyuntiva de vivir de los susidios del Estado o ganarse la vida honradamente a través de su trabajo, opta por ésta última. Así, la falta de libertad contractual y la elevada fiscalidad expulsa a empresas y trabajadores del mercado regulado y pasan al mercado sumergido, un mercado en el que prima la libertad entre las partes y en la que normalmente el salario es más elevado que en el rígido mercado regulado, pues a cambio de la flexibilidad y la elusión del impuesto a la contratación, el asalariado recibe una contraprestación mayor por su trabajo.
Si a todo esto le sumamos el ilegítimo destino al que se dedican gran parte de los fondos recaudados coactivamente por la Seguridad Social –lo que daría para todo un artículo- no puedo más que exclamar: ¡bendita economía sumergida! Pues todo el dinero que se distrae a la Seguridad Social, es dinero que el Estado no puede dedicar a proyectos contrarios a la propia sociedad.
Columnistas
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