Viernes, 19 de abril de 2024

Para el progresismo todo lo referente a un lobby no deja de ser un prejuicio antieconómico, pues todo lo que huele a beneficio les parece impuro.

Corredores

Ya resulta cansino y proverbial constatar la pereza con que la izquierda resistible suele resolver de un plumazo, es decir, deformándolos, los más enrevesados problemas que afectan a la sociedad humana. Le basta para ello, normalmente, con acudir al escuálido repertorio de clichés de su particular catecismo, el cual, si bien no explica nada, tiene al menos la soporífera virtud de tranquilizar al adepto haciéndole creer que entiende verdaderamente el mundo.

  Es así como ante cualquier asunto recurren indefectiblemente al comodín de turno, el cual se adapta, graciosamente, lo mismo a ese asunto que a otro cualquiera. De manera que si tienen que condenar a la Iglesia por su oscurantismo, sacan siempre a relucir el caso Galileo; si del cine americano se trata, el caso McCarthy; si de cárceles atroces, Guantánamo; o ya, muy recientemente, si hay que censurar a la industria farmacéutica americana, se invoca la falsa alarma de la gripe A supuestamente difundida por ese lobby (así lo llaman ellos) empresarial.

  Cansino y proverbial, por tanto. Pero no por ello menos eficaz como propaganda, pues si algo caracteriza al pensamiento progresista, si es que puede llamársele propiamente así, es la tendencia irrefrenable a politizarlo todo. De forma que si al simplismo de los eslóganes unimos la inclinación a juzgar las cosas, incluso la ciencia, según el esquema vagamente conspirativo de la perspectiva política, pronto nos encontraremos braceando en el lodazal de la mentira y la desorientación social, de tan gran rendimiento, como se sabe, para los fines de la Secta.

  Por cierto, que el tema de la ciencia, un bastión inexpugnable (o casi) al embate de la ideología, puede resultar aquí ejemplar para apreciar cómo ese monumento del intelecto humano deja de entenderse, histórica y políticamente, si no se le asocia con el impulso democrático, y cómo ese espíritu resulta ser exclusiva creación del genio occidental. Lo cual nos servirá, en lo que sigue, para advertir de los peligros que la ciencia y la democracia afrontan en el inmediato futuro de un mundo que tal vez no sea ya el más adecuado crisol para que en él sigan fraguando tan notables instituciones.

  Un tonto progresista defendía hace poco en una televisión progresista los muchos logros  de la revolución cubana, ante los cuales, y a pesar del mítico bloqueo yanqui, no cabía más que rendirse de admiración. Los 51 años de dictadura ni siquiera inspiraban a tan despejada sesera la sospecha de algún designio ligeramente turbio, sutilmente totalitario, tal vez porque, como suele ocurrir, en los subterráneos de toda mente progresista late siempre la querencia represiva, la erótica del dominio y del poder. Como prueba de excelencia, el improvisado valet de chambre del castrismo enumeró una larga ristra de aquellos logros, uno de los cuales fue la famosa cantidad de médicos por barba que disfrutan los cubanos.   (No vamos a entrar en el resbaladizo -por leninista- terreno de las palabras, pero conviene advertir que la etiqueta "médico" de ninguna manera conviene por igual a uno así denominado en La Habana y a otro así denominado en la Johns Hopkins o en la Clínica Mayo norteamericanas, y si no, que se lo pregunten a los dirigentes caribeños cuando tienen necesidad urgente de atención sanitaria).

  En cualquier caso, y como quiera que el citado tonto mencionó como esclarecedor contraste, en el terreno biomédico, la conspiración del lobby farmacéutico con respecto a la gripe A, esto despertó en nosotros la necesidad de pergeñar estas líneas, más que nada para poner de relieve el justificado temor que nos embarga respecto al inmediato futuro de que hablábamos antes, y también  para iluminar sencillamente qué es realmente eso de la ciencia, de la democracia y de la verdad,  por qué van siempre indefectiblemente unidas y por qué parece cada vez más evidente que cierta izquierda en Occidente parece dispuesta a aliarse ideológicamente con las temibles dictaduras emergentes (por ejemplo, China, Rusia o el Islam) con tal de aniquilarlas (la ciencia, la democracia y la verdad).

  Y es que a esa izquierda le interesa el poder, sólo el poder, y si la ciencia le resulta aprovechable para ese fin, la aprovechan, pero ello no supone que, alcanzado el poder total, y segura de mantenerlo por medios exclusivamente policiales, le siga interesando la ciencia por sí misma, como se vio en el caso de la extinta Unión Soviética, donde aparte de la investigación militar (hoy sabemos que fuertemente nutrida con tecnología "capitalista" y espionaje industrial), su ciencia  fue incapaz de producir ni una mala aspirina, ni una central nuclear segura y hasta, si nos apuran, una humilde cafetera exprés que funcionara. Como país atrasado que realmente era, sólo exportaba sus materias primas, pero de tecnología civil ¿alguien ha oído hablar jamás de ella?  

La ciencia, estrictamente hablando, nace en Grecia y sólo en Grecia. La episteme es un saber desinteresado, no porque carezca de aplicación práctica (tekhne), sino porque obedece a un impulso  teorético, es decir, contemplativo (theoria, es decir,  contemplación), preocupado por la verdad (aletheia) de las cosas. Es sabido que los mesopotámicos fueron grandes astrónomos, que en sus antiguos palacios se conservaron ingentes listas de observaciones del cielo; pero fueron incapaces de saltar del empirismo a la ciencia, de plantear hipótesis explicativas basadas en los datos brutos y someterlas a la correspondiente verificación experimental. Lo mismo se diga de la geometría egipcia, que no fue más allá de la preocupación agrimensora, de las crecidas del Nilo y de su relación con la tierra cultivable. Nada que ver con las preocupaciones de un Euclides, sumergido en el mundo ideal, o de las formas, del espacio, del punto o de las rectas paralelas allá por lo infinito…  

Occidente vive aún de esta herencia, pero no está claro que otras civilizaciones puedan, o quieran simplemente, aceptarla. Puede que les interesen sus logros, pero no su espíritu. Ya Max Weber se había ocupado de estos asuntos de sociología de la religión, del arte y de la cultura a principios del siglo XX, pero quizá convenga más recordar aquí los estudios de un gran científico e historiador de la cultura china, el inglés Joseph Needham (1900-1995), autor de la obra en siete volúmenes Science and Civilization in China (Cambridge, 1954 ss.), donde se pregunta por qué, a pesar de numerosas observaciones de tipo científico e importantes descubrimientos técnicos, no se había desarrollado en China una civilización científica como ocurrió en Occidente aceleradamente a partir del siglo XVI.

  Es esta una pregunta seria, no meramente especulativa, porque China está llamada a ser una potencia económica y militar y nada garantiza que, conocida su historia política y cultural, vaya a convertirse en adalid de la democracia, de la libertad y de la ciencia, más bien al contrario. En primer lugar por la carga de nacionalismo hermético que cabría esperar de un mandarinato universal, donde la democracia o la libertad individual estarían en contradicción con el secretismo riguroso de la ciencia oficial. A este respecto, el contraste con la ciencia occidental, sobre todo como se practica exitosamente en Norteamérica, resulta estrepitoso. Pongamos un ejemplo de hoy.

  Uno de los vectores clave de la ciencia básica actual, como es el caso de la biología molecular, apunta, después de completar recientemente la descripción del genoma humano, a la del llamado proteoma, o conjunto de todas las proteínas que operan en el organismo. Tarea inmensa, porque la cantidad de decenas de miles de proteínas cuya estructura química tridimensional ya se conoce, total o parcialmente, se duplica cada dos años. Pero con el avance imparable también progresa nuestro conocimiento del fenómeno vital y nos permite, entre otras cosas, mejorar la comprensión de las enfermedades y emprender tareas de ciencia aplicada para tratarlas.  

Pues bien, este trabajo colectivo, obra de generaciones, es el fruto democrático de quienes dedicaron su vida al descubrimiento puro. Si se piensa que la secuencia de aminoácidos de la insulina, una proteína no muy grande, no se conoció hasta que en 1953 Frederick Sanger anunció los resultados de sus investigaciones, tras diez años de trabajo, y que cuando hoy, con las nuevas técnicas, esa misma proteína podría secuenciarse en un par de días, no podemos por menos de maravillarnos del avance científico en este terreno, pero sobre todo de la enorme paciencia con que los pioneros atacaron los problemas fundamentales de entonces. Para quien quiera verlo limpiamente, la ciencia es un work in process abierto y, no puede ser de otra manera, profundamente democrático.

  Por si quedara alguna duda, sólo se necesita comprobar que la ciencia, al menos teóricamente, está al alcance de cualquiera. Por ejemplo, el mejor libro de Bioquímica actual, el de Lehninger, Nelson y Cox, Principles of Biochemistry (New York, 2009), una auténtica biblia sobre el asunto, 1.300 páginas maravillosamente escritas e ilustradas, se puede adquirir libremente por unos 150 dólares. Y aún podemos aducir un ejemplo más de la interrelación entre la ciencia y las sociedades abiertas de Occidente, el PDB (Protein Data Bank) o archivo que contiene todas las estructuras tridimensionales de las proteínas determinadas experimentalmente (más DNA, RNA, etc.), al cual no sólo se puede acceder gratuitamente (www.rcsb.org), sino que el programa ofrece también el software que permite visualizar y explorar dichas estructuras. ¿Hay quién dé más? ¿Tal vez China, mañana? ¿En Google?

  Volvamos por un momento al tonto de más arriba y notemos cómo todo especimen con vocación de progreso se apunta siempre al manoseo de las palabras para hacerles decir, no lo que ellas quieran, sino lo que quiera decir él. Así pues, ¿es la industria farmacéutica norteamericana un lobby? ¿Corredores de la ciencia y de la técnica? De ninguna manera. En América, los pasillistas se alquilan, lo cual no sólo es legítimo, sino que cuenta con las debidas garantías de legalidad, registro oficial y transparencia. Lo que ocurre es que los tontos se piensan que todo el monte es orégano y que, como en España, por ejemplo, donde los negocios con el poder, en los que ellos tienen más experiencia que nadie, se realizan a la plena oscuridad de la noche, los demás hacen lo mismo. Pero no es así, unos operan a la vista y los otros a la ciega, ellos sabrán por qué.  

En boca progresista, pues, lo de lobby no hace sino encubrir el inveterado prejuicio antieconómico, pues todo lo que huela a beneficio les parece impuro. Casta de parásitos acostumbrada a vivir de influencias o de los impuestos ajenos, piensan que eso es la economía empresarial, una actividad que, con ellos al timón, no conoce la quiebra jamás. Ocurre, sin embargo, que cuando desaparece la iniciativa privada y el estado se hace cargo de todo (hay suficiente experiencia histórica de ello), la sociedad se arruina y los hombres de progreso se enriquecen. Pero en una sociedad libre las cosas ocurren de otra manera, como puede fácilmente demostrarse con un par de ejemplos de ayer mismo.

  En los años 80 los científicos empezaron a descubrir que el óxido nítrico (NO) era producido en el organismo en muy bajas concentraciones, donde ocasionaba dilatación vascular, regulaba el sistema inmunológico y actuaba como neurotransmisor; estos descubrimientos culminaron en el Premio Nóbel de Medicina del año 1998. Parecidamente, se encontraron similares efectos en el monóxido de carbono intracorporal (CO). Y a día de hoy, se investigan los efectos de otro gas, el ácido sulfhídrico (SH2), que ofrece prometedoras esperanzas, por su efecto protector sobre el corazón, acción vasodilatadora y control de la hipertensión. Tres compañías farmacéuticas se interesaron por estas investigaciones y han emprendido el desarrollo de compuestos basados en el citado gas, que se encuentran ahora en distintas fases, preclínica, de eficacia y de seguridad, para las siguientes dolencias: cirugía cardiaca, infarto, daño renal, inflamación intestinal, dolor articular, colon irritable y artritis ("Toxic Gas, Lifesaver", Scientific American, march 2010, pp. 50-55).

  Es este un ejemplo cotidiano de cómo se produce el salto de la ciencia básica a la aplicada, haciéndose cargo esta última del costosísimo proceso subsiguiente. Si el proceso llega a buen fin, es seguro que el progresista obviará los beneficios obtenidos para nuestra salud y se acordará sólo, para recriminarlos, de los beneficios que legítimamente reclamarán las empresas, entre otras razones para amortizar las inversiones. Por eso conviene ahora terminar con un ejemplo opuesto, a ver si el progresista rectifica.

  Científicos rusos comprobaron que un fármaco antihistamínico introducido en  1983 mejoraba la memoria en ratas de experimentación y llevaron a cabo ensayos con 14 pacientes de Alzheimer con resultados muy alentadores. The Lancet publicó en 2008 un ensayo donde se afirmaba  que Dimebon  "looked better than anything wed ever seen before". Basado en estos resultados, uno de los científicos rusos, Sergey Bachurin, viajó a los Estados Unidos en busca de inversores (inhallables en Rusia, por definición) y, al final, la compañía Pfizer pagó 225 millones de dólares por la sustancia. Más tarde sucedió que un ensayo con idéntico diseño que el publicado en The Lancet obtuvo resultados dramáticamente distintos en 598 enfermos, no encontrando diferencias entre Dimebon y el placebo ("The Puzzling Rise and Fall of a Dark-Horse Alzheimers Drug", Science, 12 march 2010, p. 1.309).

  Aunque los ensayos continúan, en espera de una conclusión definitiva, parece evidente que la cuantiosa inversión de la compañía norteamericana corre un serio peligro de esfumarse. Y si ello ocurriera, ¿qué pensaría entonces nuestro excelente progresista castrohabanero?  ¿Comprenderá por fin que en el juego de la realidad económica, política, personal o lo que sea, la capacidad de asumir un riesgo calculado explica y es lo propio de la libertad, del verdadero progreso y aun de la propia vida? Nos tememos que no. Como mucho, tal vez le viéramos echar mano apresurada al recetario oficial de la Secta para espetarnos que una inversión perdida en el capitalismo, sobre todo el del Imperio, es la justa penitencia por el pecado de codicia inmoderada.

  Sigamos, pues, el sagaz consejo de la formidable polemista norteamericana, Ann Coulter: no discutas nunca con un progresista; si acaso, apréstate al combate. Y además conformémonos con la melancólica providencia de que, cuando por fin lleguen los chinos, y pese a los servicios prestados por los de la Secta en defensa de las dictaduras, ellos no disfrutarán (Pekín no paga traidores) de un mejor trato que el que nosotros recibamos.  


Comentarios

Por Framcisco Alamán Castro 2011-04-20 12:49:00

Muy buen articulo, es un lujo textos como éstearios


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