Viernes, 19 de abril de 2024

Comentario al Evangelio del Domingo por Monseñor Jesús Sanz

El icono de Dios

 ¿Quién podrá pintar un verdadero icono del mismo Dios? Sólo la Verónica, vera-icona nos permitió ver plasmado en su lienzo el rostro sufriente de Jesús. Pero, ¿y el Padre y el Espíritu? Los artistas lo han intentado desde todos sus talentos. Pero la Trinidad es el rostro reluciente y el hogar habitable que anhela nuestro corazón, el corazón del único ser creado a “imagen y semejanza de su Creador" (Gén 1,27), no un teorema complicado de aritmética teológica. Y porque en tantas ocasiones la historia humana se ha asemejado a cualquier cosa menos a Dios, porque demasiadas veces nuestras ocupaciones y preocupaciones desdibujan o malogran la imagen que nuestro Creador dejó en nosotros plasmada, por eso necesitamos volver a mirar y a mirarnos en Dios.         

La fiesta de este domingo y las lecturas bíblicas de su misa, nos permiten reconocer algunos de los rasgos de la imagen de Dios a la cual debemos asemejarnos. En primer lugar, Dios no es solitariedad. El es comunión de Personas, Compañía amable y amante. Por eso no es bueno que el hombre esté solo (Gén 2,18): no porque un hombre solo se puede aburrir sino porque no puede vivirse y desvivirse a imagen de su Creador.         

La primera lectura de esta fiesta dice que sólo hay un único Dios, el cual nos manda guardar los mandamientos para que seamos felices (Deut 4,39-40). Y ese Dios que nos propone un determinado modo de vivir, no para atosigarnos sino para que realmente alcance nuestro corazón aquello para lo cual nació: la felicidad, no ha querido hacernos súbditos felices o piezas encajadas y anónimas en la máquina del mundo, sino que nos ha hecho hijos suyos, nos ha adentrado en su hogar y nos ha hermanado a su propio Hijo Unigénito. Por eso podemos decir en verdad ¡Padre! por la fuerza del Espíritu (Rom 8,14-17). Y tan es verdad que somos hermanos de Jesús, que hemos heredado su misión como Él mismo dice a los suyos en su despedida: adentrad a todos en el hogar trinitario, bautizadlos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñadles a ser felices según Dios, enseñadles lo que yo os he mandado (Mt 28,18-20).         

Nuestra fe en el Dios en quien creemos no es la adhesión a una rara divinidad, tan extraña como lejana, sino que creyendo en Él creemos también en nosotros, porque nosotros –así lo ha querido Él– somos la difusión de su amor creador. Amarle a Él es amarnos a nosotros. Buscar apasionadamente hacer su voluntad, es estar realizando, apasionadamente también, nuestra felicidad. Desde que Jesús vino a nosotros y volvió al Padre, Dios está en nosotros y nosotros en Dios... como nunca y para siempre.           

Mirar la Trinidad y mirarnos en Ella, la familia de los hijos de Dios, haciendo un mundo y una historia que tengan el calor y el color de ese Hogar en el que eternamente habitaremos: en compañía llena de armonía y de concordia, en esperanza nunca violada ni traicionada, en amor grande y dilatado como el Corazón de Dios.     

+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm     Arzobispo de Oviedo


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