Jueves, 18 de abril de 2024

Historia del tumor que ha acabado con la democracia

El quiste

Cada vez son más las voces que se atreven a pronunciar lo obvio: que la democracia en España es de ínfima calidad o ya no existe. Y según se deteriora aceleradamente el escenario económico, muchos más se atreverán a enfrentarse a la dictadura de la corrección política y señalar lo que es un secreto a voces: esto es un Régimen que, so capa de instituciones y libertades nominales, se parece cada vez más a lo que programáticamente siempre quiso ser, un remedo del corrupto Partido Revolucionario Institucional.

Y no es que en España no haya demócratas con los que contar a la hora de los grandes cambios, incluso dentro de las filas del partido que hoy encarna el modelo PRI, sino que es la debilidad coyuntural del régimen, debida en exclusiva a sus muchos pecados y trapacerías, la que podría propiciar una alentadora revolución de las conciencias que nos llevaría a su completa regeneración. Pero esa deseable regeneración requiere antes, si quiere llegar a buen fin, disponer al menos de un escueto análisis de las raíces históricas, institucionales e ideológicas que han llevado a España a la infame situación actual.Es lo que nos proponemos hacer, brevemente, en las líneas que siguen.

1) Históricamente, todo procede de lo que el profesor Negro Pavón, en libros (Historia de las formas del Estado, Madrid, 2010) y ensayos (en Razón Española), ha definido y tematizado acertadamente como el Pacto Socialdemócrata. 2) Institucionalmente, hay que señalar la nefasta influencia de una Constitución elaborada con toda intención para la escisión, la ingobernabilidad y el enfrentamiento. 3) Por último, la incrustación forzosa en el nuevo sistema político de un partido cuya ideología, revanchismo y tremendas responsabilidades históricas hacían totalmente desaconsejable incluir en el joven proyecto democrático español. Veámoslo por partes.

El Pacto fue la colusión, en vida del dictador, de una derecha temerosa de ser acusada de franquista y una izquierda-obrera-española cargada de su habitual prepotencia e hiperlegitimidad. La democracia salida de ahí habría de ser de estirpe socialdemócrata y, consecuentemente, tutelada sine die por quien disponía, por naturaleza, de los títulos necesarios para ello, el Partido. Como en las elecciones que trajeron la II República, también aquí la cobardía y la inoperancia de la derecha española consintió el cambio de régimen sin rechistar y sin más plato de lentejas que un rincón en las instituciones que le aportaría el ansiado marchamo democrático.

Para que la transición cuajara fue necesario que el Partido aceptara un interregno de gobiernos-pantalla de la derecha que sirvieran para legitimar ante los electores la democracia provisional y la tutela efectiva que se estaba preparando entre bastidores. Es lo que vino después, cuando los tiempos estuvieron maduros: el asalto inmisericorde a una débil UCD, su derribo y la aparición de un dibujo parlamentario ajustado a los fines del Partido: una derecha antañona y con techo electoral irrompible, la antigua Alianza Popular. Fue este un partido tan fácil de neutralizar como de identificar con el pasado, algo que un electorado que estrenaba ilusiones de prestigio democrático (¡por fin somos europeos!) entendió sin el mayor esfuerzo.

 Y así fue como un electorado bisoño, ayuno de todo lo que no fueran lugares comunes sobre la esencia de la democracia, fue barrido insensiblemente de los cuarteles del franquismo a los del felipismo. Es este un caso claro de cirugía política operado sobre un cuerpo exangüe e insensibilizado; no una mutación, sino un trasvase puramente formal de un franquismo sociológico a un felipismo sociológico.Con este cambio de siglas se inició lo que parecía iba a convertirse en el IV Reich de los mil años de progreso.

Pero esa cirugía no se llevó a cabo sin la correspondiente anestesia, como fue el candoroso, oportuno y estúpido golpe de estado del 23-F, que tanto contribuyó al vuelco electoral y que tanto prestigio político-emocional achicaría para el Partido y la Corona, los cuales iniciaron desde entonces un bonito pas-de-deux que no parece, a día de hoy, dar muestra alguna del menor traspiés.

Afianzado así el Pacto, se inició la andadura del milenio, pero, como ocurre siempre con las ingenierías políticas, no hay forma de controlar todas las variables, aparte de la distorsión y la ceguera que llevan aparejados los triunfos aplastantes, las mayorías absolutas y la aplicación indecente del rodillo parlamentario o mediático. De manera que, no mil, sino trece años después, se les vino encima a los del Partido la inesperada penitencia por su despotismo, sus delitos, su insaciable corrupción. Es importante recalcar aquí que en 1996 se produce un importantísimo punto de inflexión, el análisis de cuyas consecuencias permite entender muchas de las cosas que estamos presenciando hoy.

La imprevista llegada al poder del PP produjo en las filas del Partido una irrestañable frustración, una sensación, digamos psicopolítica, de que se habían roto los (tácitos) compromisos alcanzados en el contrato socialdemócrata, lo cual, en un partido aquejado de tan monstruoso sentimiento de legitimidad, no puede sino encender en su seno la furia justiciera y la vindicación desaforada de los “derechos” vulnerados.

La rastrera actuación que ejercieron como oposición desde entonces se hizo apocalíptica cuando los impresionantes (sic) logros del PP en materia económica o el fulgurante (sic) prestigio alcanzado en nuestras relaciones exteriores, como nos cansamos de comprobar quienes tenemos la fea costumbre de leer la prensa extranjera, hicieron temer lo peor: un tercer mandato popular por mayoría absoluta.Fue entonces cuando sobrevino otro oportuno (aunque esta vez no candoroso ni estúpido) golpe de estado, muñido por quién sabe quién para cambiar un resultado electoral cantado: el 11-M. Pero esa es otra historia, de cuyo significado y alcance seguramente el lector no necesita mayor explicación.

 Hasta aquí el primer punto de nuestro análisis. El segundo se refiere a las dañinas consecuencias para la convivencia y la gobernabilidad de la Constitución que graciosamente nos hemos dado. Recordar, por ejemplo, la inocente ambigüedad que nos atornillaron los padres de la patria con aquello de la nación y las nacionalidades, espita estratégicamente abierta para que en su momento los nacionalistas nos desaguaran sus estatutos, sus insultos y su ansia de rapiña inagotable.

Recordar también la fabricada necesidad de trocear el país en diecisiete taifas, llamadas ineluctablemente a debilitar el estado y a multiplicar el despilfarro, potenciar la corrupción y ampliar hasta el infinito el inextricable mar de los sargazos legislativo. Ni  nuestros peores enemigos lo hubieran hecho mejor para hundirnos. Gracias al malhadado estado de las autonomías (que también nos hemos dado), España está en trance de refeudalización y, como esto siga así, pronto veremos elevarse aduanas interiores, relaciones vasalláticas o  nuevas alcabalas y portazgos. Aunque aquí tal vez se empiece a poner freno por el peligro inminente de colapso fiscal que afronta el estado; y ya se oyen también voces donde antes la corrección política imponía un sepulcral silencio…

Hay en el mundo tres grupos fundamentales de democracia representativa: el sistema presidencialista (como el de los Estados Unidos), el parlamentario (como en Inglaterra) o el mixto presidencial-parlamentario (Francia). Para nuestros fines, no se trata aquí de establecer comparaciones formales entre ellos, sino de observar su real funcionamiento para ver qué grado de democracia emana de los mismos, que es lo que importa. Comparemos entonces, desde ese punto de vista, España y los Estados Unidos: una somera revisión bastará para convencerse de nuestros déficits y miserias.

 La triple separación de poderes se alcanza en los Estados Unidos mediante un sistema electoral que funciona de la siguiente manera: 1) Los votantes eligen un colegio electoral que, a su vez, elige al presidente. 2) Los votantes eligen a los miembros del Congreso (Cámara de Representantes y Senado.)  3) El presidente nombra (appoints) a los jueces del Tribunal Supremo y el Senado los aprueba (approves). Por tanto, las elecciones para el Ejecutivo y el Legislativo son independientes, ¿pero qué pasa con la independencia judicial? También lo es, pero en el sentido de que la Supreme Court puede, a su vez, anular las leyes promulgadas (enacted) por el presidente o por las cámaras.

 Veamos ahora el caso español. Al presidente (el ejecutivo) lo vota la cámara (el legislativo), de manera que ya aquí, con esta fusión, se esfuma la primera separación de poderes. Por otra parte, con la perruna disciplina de partido que reina en España, el presidente sale nombrado con el voto de los suyos (si tiene mayoría absoluta), y no es esperable que nadie se atreva a caer en desgracia por contravenir los planes prefijados por el partido. Es así que tampoco el legislativo es libre en esto y depende de un ejecutivo decidido antes de las elecciones. Por último, la sentencia del Tribunal Constitucional que estos días legaliza a los terroristas del País Vasco para que entren, con todas las garantías, en las instituciones es, aparte de terrible, un producto de la total sumisión judicial con respecto al Ejecutivo. Gracias a Dios, conocemos los votos particulares de cada magistrado y su correspondiente careto, con lo que se remacha lo que estamos afirmando.

El funcionamiento de las cámaras, entre nosotros, no puede ser más insatisfactorio, porque la disciplina de partido hace perfectamente previsible su actuación y sus resultados. En este sentido son perfectamente inútiles las centenares de posaderas que ocupan un escaño magníficamente bien pagado: todo funcionaría igual de bien (o mal) si cada partido dispusiera de un solo diputado con el porcentaje de votos obtenido en las urnas tatuado en la frente (para que los contase Bono.) La burla sería idéntica, pero muchísimo más barata.

 Esto, y muchísimas cosas más, constituyen la herrumbrosa calderilla de democracia que también nos hemos dado. Mientras la democracia norteamericana ofrece el aspecto de un círculo virtuoso cuya separación de poderes es efectiva y la vemos funcionar a la luz del día, la nuestra se encenaga en un puro formalismo carente de operatividad. Por ejemplo, todo el mundo sabe que una moción de censura no hay quien la gane, porque las votaciones parlamentarias son previsibles y tozudamente mecánicas. Por eso se sienten tan campantes los gobiernos, que saben que, cometan la tropelía que sea, siempre tendrán a los suyos para respaldarla. Y si no hay mayoría absoluta, se compra, con el dinero de todos, el voto antiespañol, o sea, el de los nacionalistas…

Otro tema que a muchos despistados les parecería el colmo del progreso es el de las listas abiertas. Piensan que con su introducción los electores elegirían más libremente. No lo crean. En España, la gente vota a los partidos, no a las personas. Esto sólo se lograría mediante un sistema de circunscripciones uninominales…, pero para eso habría que tener la suerte de ser inglés, donde los candidatos compiten personalmente por cada una de las 646 constituencies que sirven a la Cámara de los Comunes; o estadounidense, en lucha individual por cada district.

Por lo demás, es muy probable que un sistema de listas abiertas ensanchara entre nosotros aún más la corrupción institucional: habría cada vez más bocas que alimentar, porque a los descabalgados de cada elección no iban a dejarlos en la cuneta, como cuando el turnismo decimonónico, y habría  que recolocarles, pronto y bien, en chollos de creación ad hoc.

 El problema, pues, de nuestra escuálida democracia está enraizado en la forma en que se fraguó la Constitución, con nocturnidad y chalaneo: había que contentar a quien había que contentar. Por otra parte, ¡qué diferencia de voluntades, de sinceridad democrática, de personalidades, si lo comparamos con los Founding Fathers americanos! La voluntad de estos fue que ninguna de las tres ramas se impusiera sobre las otras dos, por lo que establecieron un sistema de controles y equilibrios (checks and balances) y dotaron a cada rama con ciertos poderes diseñados para controlar o contrapesar la autoridad legal de las  otras (they endowed each branch with certain powers designed to check or counterbalance the legal authority of the others.)

Sería de lo más ilustrativo extenderse sobre el funcionamiento real del esquema político americano en lo referente a la separación de poderes y observar de primera mano el flujo circular del control político entre ellos. Diremos tan sólo algo sobre la independencia, real y viva de los congresistas yanquis con respecto a sus propios partidos: dado que el color mayoritario de las cámaras no tiene por qué coincidir con el del Presidente, resulta de lo más normal que éste saque adelante un proyecto con votos a favor de la oposición, ¡y aun con votos en contra de su propio partido! Un espectáculo de independencia y libertad de los congresistas que no nos será dado contemplar jamás por estos pagos.

Vayamos finalmente al tercer punto de nuestro esquema analítico: la incrustación del Partido. Aunque España ha aportado históricamente más bien poco al acervo de las ideas políticas, es lo cierto que nuestra transición mereció el aplauso de muchos países civilizados, sobre todo por el pacífico ambular de un régimen autocrático a otro democrático-constitucional. Y hay que decir aquí, ya de antemano, que ese traslado no debe absolutamente nada al Partido, sino todo lo contrario. Veamos por qué.

Lo más llamativo de la transición a la democracia fue que ésta se operó desde dentro de la legalidad vigente, aun cuando el régimen jurídico que la posibilitó estaba forzosamente condenado a desaparecer por ello. Fue notable la manera en que las fuerzas políticas franquistas cedieron sin resistencia apreciable y cómo la oposición democrática renunció, a su vez, a la ruptura. Pero la suavidad del cambio no se hubiera producido sin ciertos requisitos previos, muy poco tenidos en cuenta, de tipo económico y sobre todo político-cultural, y aquí, una vez más, tampoco le debemos los españoles absolutamente nada al Partido.

En efecto, de las diez condiciones que la Ciencia Política moderna considera necesarias para que se instaure una democracia firme (véase, por ejemplo, Michael J. Sodaro:  Comparative Politics, New York, 2008, pp. 221-234), España ya reunía varias de ellas, éstas: 1) élites comprometidas con la democracia, 2) unidad nacional, 3) desarrollo económico y bienestar (national wealth), 4) empresa privada, 5) clase media, 6) protección social para los más desfavorecidos, y 7) ambiente internacional favorable. Nos faltaban 8) instituciones políticas adecuadas, 9) participación ciudadana, sociedad civil y cultura política democrática, y 10) educación y libertad de prensa (freedom of information).

Pero hay que decir que la transición no se hubiera producido si, incluso las tres últimas condiciones no estuvieran ya asomándose al porvenir: las instituciones políticas aceptaron su propia implosión sin pena para dar paso a la democracia; la sociedad civil llevaba tiempo gestándose, al menos entre la ciudadanía más activa y consciente; y la  libertad informativa, de hecho, si no de derecho, se abría paso imparablemente, por su propio esfuerzo, desde al menos una década antes: en las facultades de Derecho, por ejemplo, se usaban tranquilamente los libros de texto del (socialista francés) Maurice Duverger (Sociología política;  Instituciones políticas y derecho constitucional, ambos de los años 60); la influencia del turismo, los viajes al extranjero o la música de los Beatles hacían de España cada vez menos typical y más madura para la democracia, con una incipiente cultura cívica, vicaria aún, si se quiere, pero tan eficaz que, cuando llegó el momento, el tránsito fue indoloro y rápido, como todo el mundo reconoció (menos el Partido).

 Todo estaba listo, pues, para el cambio. Fue un momento auroral en que todo pareció renovado y prometedor. Dejábamos atrás el pasado y mirábamos al futuro. Pero nadie reparó que el nuevo régimen nacía con un quiste profundamente inviscerado en el cuerpo político nacional, el Partido. Y llamado a crecer, como un alien extragaláctico, ajeno a cualquier atisbo de democracia terrenal, imparablemente hasta reventar nuestras libertades, nuestras instituciones y nuestro bienestar. El actual zapaterismo no es más que la previsible consecuencia de esa premisa inicial.

 El más deplorable de los partidos socialistas de Europa es, como se sabe, el nuestro. Su trayectoria histórica es verdaderamente funesta, como cualquiera puede comprobar revisando los periódicos de los años treinta, sus violencias, sus proclamas guerracivilistas, sus crímenes políticos, su bolchevismo rabioso e inclemente… Por eso, un partido así no debió nunca, en aras de una mal entendida apertura democrática, ser admitido a trámite en la nueva singladura política que iniciaba España. Todo tendría que haber sido prístino y bueno…

Hubiéramos querido, necesitado un partido socialdemócrata como el que disfrutan otras naciones de nuestro entorno. Pero no uno así, volcado rencorosamente al pasado, deseoso de ajustar cuentas con el caballo muerto del franquismo, revitalizar incesantemente la guerra civil para ganarla virtualmente a costa de acusar a quienes no les secundamos de franquistas perpetuos… El problema es que no se trata de una lúgubre pesadilla, sino de una tremenda realidad que lastra pesadamente nuestra democracia. Cuando el Bobo Solemne pronunció off the record aquello de que hay que crear tensión entre los españoles, terminó de desvanecerse para siempre toda esperanza de conciliación…

 Terminemos diciendo que una grabación así, y además escuchada por millones de telespectadores en directo, hace palidecer las cintas del Watergate americano, pues aquella, por comparación, inocentada de mentir al Congreso le costó el cargo al presidente Nixon. En un país decente y democrático como los Estados Unidos, a quien el Tonto menosprecia, en un alarde de bobería y de maldad, un presidente que induce al odio y al enfrentamiento de los ciudadanos sería allí, además, juzgado fulminantemente por treason, bribe, crime or misdemeanour, (traición, cohecho o delitos graves), es decir, un proceso de impeachment en todo la regla. Pero aquí los suyos le ríen la gracia, porque contra los fachas todo está permitido. Y así no va. ¡Es el quiste, estúpidos!

   Marcos S. Álvarez 


Comentarios

Por Nuria Martínez-Viademont 2011-05-23 12:53:00

Excelente artículo aunque también la propia derecha ha tenido parte de la culpa por su permisividad y pasteleo (ver caso Carrillo sin ir más lejos), además de su complejo inexplicable. En cualquier caso, más de 6.000.000 de españoles, siguen avalando el choriceo, las posturas dictatoriales, la justicia corrupta, el todo vale porque mañana me tocará forrarme a mi. Eso señores, es lo que más asco me está dando, que aún hay gente capaz de tomar el testigo para hacer más de lo mismo o peor.


Por JMA 2011-05-22 20:59:00

Gran artículo Marcos


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