Sabado, 23 de noviembre de 2024

Unos son demócratas antes que izquierdistas, y otros viceversa.

Ideología y utopía

  Distingue Mannheim entre la “ideología”, que oculta el presente (statu quo) intentando comprenderlo en términos del pasado, y la “utopía”, que quiere superar el presente en función de un proyecto futuro.

  Más allá de ciertos rasgos de familia, existe una brecha insalvable entre dos ramas casi antagónicas del árbol izquierdista occidental. Unos son demócratas antes que izquierdistas y otros son izquierdistas antes que demócratas. Los primeros quedan bien ejemplificados en el caso de los liberales americanos y los segundos se retratan inmejorablemente a sí mismos en el caso del socialismo español.

Empecemos por los segundos. Muchos recordarán las innumerables salidas de tono del antiguo vicepresidente español Alfonso Guerra en tiempos de la corrupta administración felipista, un hombre, en contra de lo que él creía, sin la menor gracia , pero atribulado por un incurable resentimiento social y que gustaba de hacer chistes crueles a costa de sus oponentes políticos, tal vez impulsado por la subconsciente creencia de que contra el enemigo político vale todo, tenga ese enemigo nombre de persona o llámese, más abstractamente, democracia liberal.

A él le debemos la risible cuanto lamentable boutade de que Montesquieu y su teoría de la separación de poderes estaba muerta y superada por otra concepción que no necesita de tan inútiles distinciones, porque expresa mucho mejor la voluntad general del “pueblo”. De ahí proviene la disparatada sentencia de que, por ejemplo, a los jueces debe elegirlos el parlamento, porque la judicatura tiene que representar, no la independencia y tutela de la ley, sino la correlación de fuerzas sociales salidas de las urnas. De manera que hasta el más bisoño estudiante de filosofía del derecho comprendería, según esa tesis, que si el parlamento decide soberanamente asesinar a la oposición, como hizo Adolf Hitler, a la democracia no se le despeinaría ni un pelo.

El caso AG es representativo del izquierdismo sin democracia que distinguíamos antes del liberalismo norteamericano. Y Hillary Clinton puede ejemplificar aquí perfectamente este último modelo, pues en ella se aúnan, por una parte, los más conspicuos rasgos del progresismo con la tranquila seguridad que nos inspira saber que la democracia estadounidense no va a sufrir menoscabo alguno porque ella u otro candidato demócrata alcance la presidencia de la nación. Esta diferencia, digámoslo desde ahora, comparada con la española, resulta ser sencilla y sustancialmente abismal. Veamos por qué.

Se acusa de hipocresía a la señora Clinton porque fue capaz de aguantar las vergüenzas padecidas por la desordenada conducta sexual de su marido con tal de mantener erguida su indeclinable ambición política. Pero una crítica tan personal ni nos gusta ni la vamos a tener en cuenta aquí. Diremos, por el contrario, que admiramos en ella ciertas cualidades sobresalientes: su capacidad de aprender rectificando, su tenacidad y portentosa memoria, su ya larga experiencia política de 25 años, su gancho, su inteligencia y su independencia; por último, la nada desdeñable ilusión de ver a una mujer en la Casa Blanca.

Pero nos gustaría no tener que achacarle su pasado feminista, su activismo izquierdista juvenil o su pacifismo de estudiante privilegiada en Wellesley o Yale. Tampoco le aceptamos a la señora Clinton sus escarceos pro-abortistas o anti-familiares, y mucho menos coincidimos con aquel escrito suyo, quizá olvidado, en defensa de los niños y que se expresaba en el derecho de estos a denunciar a sus padres. No. Repudiamos su radicalismo y su adscripción contra-cultural en los años sesenta y setenta…, pero no tememos a la señora Clinton. Entre otras cosas porque ha dado pruebas, desde que en 2001 alcanzara la dignidad senatorial, de saber cambiar, de preferir la progresividad y la caución antes que el voluntarismo, como es el caso de la Salud, el medio ambiente o la Seguridad nacional. Y sobre todo porque, a diferencia de otros demócratas, ha votado a favor del uso de la fuerza en Iraq, toda una lección de realismo patriótico capaz de inspirar nuestra confianza (si no se nos ofrece otra opción mejor.) Hagamos ahora una breve digresión teórica como remate de las anteriores observaciones.

El título del presente artículo copia conscientemente el de un famoso libro de teoría social que Karl Mannheim publicó en 1929, Ideología y utopía, y si lo hemos adoptado es porque nos permitirá, después de las comparaciones hechas más arriba entre progresistas demócratas y no-demócratas, contrastarlas con la otra gran corriente política occidental, la liberal-conservadora, y sacar las conclusiones pertinentes sobre esa confrontación. Unas pocas ideas extraídas de ese libro serán suficientes para nuestro propósito.

Distingue Mannheim entre la “ideología”, que oculta el presente (statu quo) intentando comprenderlo en términos del pasado, y la “utopía”, que quiere superar el presente en función de un proyecto futuro. Ya se advertirá que, según esta distinción, los conservadores son ideólogos y los progresistas utópicos. Pero ideología y utopía son, en alguna medida, ideologías las dos, o sea, impulsos para la acción (o la reacción) política o social. Pues bien, el libro de Mannheim se inscribe en la corriente teórica que se conoce como Sociología del conocimiento, cuya finalidad era fundar una ciencia de la sociedad que prescindiera del influjo deformante de las ideologías, lo que Marx había llamado “falsa conciencia”. En la estela del marxismo, pero sin adscribir únicamente a la “clase dominante” el estigma de la falsa conciencia, Mannheim trataba de sortear ese escollo cognoscitivo con el fin de comprender la realidad social, digamos sin la contaminación de los “prejuicios” de clase o de otro tipo.

Y no se le ocurrió otra idea que encargar la solución de ese problema a quienes según él mejor preparados estaban para no dejarse engañar por las apariencias “ideológicas”, los intelectuales. Hoy sabemos que dicha solución se parece a la ingenua pretensión de que la zorra vigile a las gallinas, pues si algo hay en occidente más venal e ideologizado por la falsa conciencia, desde el siglo XVIII hasta hoy, son los intelectuales, siempre avizorando el sitio donde el poder sirve prebendas o canapés de caviar. Digamos, por último, que el propio Mannheim se desilusionó finalmente de su fe en los intelectuales, de sus amistades comunistas (como la de Lukács, otro húngaro, igual que él) y se hizo paulatinamente conservador, es decir… repudió el pensamiento ideológico (y utópico) izquierdista, hoy sólo patrimonio del incombustible progresismo occidental. Añadamos nosotros que un rasgo definitorio del pensamiento conservador es precisamente la aversión a las ideologías, cosa que Mannheim al principio no supo ver.

Conclusión. Como señaló Michael Oakeshott en "Rationalism in Politics and Other Essays" (1962), conviene que los demócratas verdaderos nos atengamos a las enseñanzas de la realidad y de la experiencia antes que a los desvaríos del racionalismo ideológico, propio del progresismo y siempre enfrentado a los hechos y a los individuos cuando estos no se ajustan a sus ideologemas. Pretender convencer a un progresista-antes-que-demócrata, como Alfonso Guerra,  es tiempo perdido siempre. Pero convivir con los demócratas-antes-que-progresistas, como Hillary Clinton, puede ser no sólo una experiencia llevadera sino incluso un acto de obligada democraticidad. Sólo para norteamericanos, claro.


Comentarios

Por Andrés Martínez Gómez 2017-03-31 17:25:23

Las ideologías políticas de uno y otro signo solo nos han traído miseria, sufrimiento y muerte. Vivimos en un mundo denso y material en el que la supervivencia es muy difícil para los más débiles, sobre todo porque los fuertes suelen ser los que menos problemas de conciencia tienen.Pero aún así, la vida es digan de ser experimentada y hay que luchar por ella. Desde mi punto de vista personal el que se deja llevar por ideología política o religiosa alguna es un pobre ser sin inteligencia real (al decir esto me refiero a la conciencia de la realidad que nos hace ser fuertes de espíritu y no acabar siendo unos psicópatas criminales como sin duda lo son muchos de los que manejan el poder). Indudablemente, hay que buscar el bienestar social que solo puede venir por una justicia real no contaminada por la diferentes ideologías -de todo tipo- que tanto daño nos hacen. Y para ello hay que votar con inteligencia (contra el poder absoluto siempre) para obligar a las distintas fuerzas políticas a que se controlen las unas las otras; porque el poder corrompe, y como tantas veces se ha dicho, el poder absoluto corrompe absolutamente. Por todo lo dicho, mi "ideología" es la de alcanzar la justicia social verdadera, y para creer en la trascendencia del ser humano y en la existencia de un Ser Supremo yo no necesito de religión alguna, no, porque para ello me basto yo mismo, pensando y reflexionando sobre las grandes cuestiones de la existencia y sobre la terrible lacra que son los fanatismos de todo tipo. Por eso yo siempre voto en contra del poder, desde que me di cuenta que las mayorías absolutas son letales para las democracias.


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