Viernes, 19 de abril de 2024

Los comentarios de Monseñor Jesús Sanz

Idil: milagro viviente / El extranjero

 

Carta semanal del Arzobispo de Oviedo 10.10.2010            

Queridos hermanos y amigos: paz y bien.            

Comienzo mi carta con un dato que la semana pasada daban distintas agencias de noticias: «una joven somalí, de 28 años, que se encuentra en coma irreversible por un tumor cerebral, ha dado hoy a luz un bebé de 760 gramos, que se encuentra en perfectas condiciones, en el Hospital Santa Ana de Turín (Italia). La pequeña Idil, el mismo nombre que su madre, nació prematuramente a las 28 semanas de gestación después de que los médicos decidieran practicar a la madre una cesárea debido a un notable empeoramiento de las condiciones en las que se encontraba. El padre, había solicitado que la intervención se realizara con anestesia total para evitar cualquier posible sufrimiento de la madre. Tras el alumbramiento, aseguró que la pequeña es un “milagro viviente”. La madre murió a continuación».            

Hasta aquí la noticia con su claroscuro perfil de una muerte y una vida que se esconden en un titular de prensa común. Me ha llamado la atención esta historia casi anónima y desconocida, que ha dado la vuelta al mundo suscitando el pasmo más lleno de asombro que cabe imaginar.           

 Idil madre e Idil hija, han protagonizado sin pedirlo ni poderlo pedir ninguna de ellas un canto a la vida que es siempre, como el amor, más fuerte que la muerte. La vida es soberana y no entiende de leyes que la cercenan y aniquilan, porque su Creador, Dios mismo, la hizo así de rebelde, así de indómita, así de incorrecta políticamente. No sólo no entiende de las leyes injustas, leyes legales que cuentan con el apoyo cínico de los parlamentos humanos, sino que las contradice en silencio con la más irrebatible argumentación: la verdad, el amor y la libertad, sin subvenciones y sin siglas.            

Un tumor cerebral podía haber llevado a una especie de aborto invertido si aquella pequeña no hubiese aceptado a su madre terminal, malformada, sin posibilidad de salida. Pero la vida de aquella niña existente y no nacida siguió el dictado sabio de Quien la creó, y sencillamente esperó la hora de seguir viviendo fuera de la cuna de amor donde estuvo concebida. Y la madre que engendró, hasta el final más último prestó su cuerpo casi muerto para que no se truncase la vida que llevaba en sus adentros.            

Sabemos que a las pocas horas la madre murió pero la vida de la que fue portadora podrá testimoniar a quien quiera escucharlo, que es fruto de un milagro, del milagro de la espera, del milagro del respeto de la hermana madre tierra como gustaba cantar San Francisco de Asís, del milagro con el que discreto y tenaz Dios sigue contándonos que le importamos tanto, que nos ha dado un destino de eternidad que nace en el tiempo.            

Han intervenido muchas gentes buenas. Primero la propia madre que se fue hasta Turín desde su Somalia natal para intentar sacar adelante su vida y la de su pequeña. Luego el padre, en todo momento al lado de este suceso en su lado más hermoso y el más duro de interpretar. La comunidad sanitaria de personas que han puesto lo mejor de su ciencia y de su conciencia, para que esta historia sea una historia que nos humaniza, que nos abre a Dios y nos abraza a los hermanos. Los periodistas que han querido narrarlo con respeto y con verdad. Cuánta buena gente en el reparto de esta escena conmovedora y llena de bondad.            

Sí, es un milagro viviente, no un milagro de acuarela naïf, de música adormecedora o de fábula infantil para noches de insomnio. No. Es un milagro viviente, como tantos otros trazos y retazos que suceden a diario en nuestro entorno y en lo mejor de nuestro interior. Dichosos nosotros si vivimos así la vida. Dichosos si acertamos a mirarla como la miran los ojos de Dios.

Recibid mi afecto y mi bendición.      

 

Comentario al Evangelio

Domingo 28 del Tiempo Ordinario. Lc 17, 11-1910 de octubre de 2010       

La trama del Evangelio de este domingo no está en una simple distinción edificante entre gente agradecida y gente que no lo es. No es la cortesía o de la buena educación lo que se dilucida aquí, sino la fe de aquellos hombres, su relación con ese Dios en quien creían. El protagonista será alguien doblemente marginado social­mente: por leproso y por extranjero.       

El pecado que se reprueba en este Evangelio, es precisamente el de no tener fe creyendo que se tiene. Aquellos leprosos que no volvieron a dar gracias a quien les había curado, no eran extranjeros sino judíos, consideraban que tenían “derecho” a la curación, que era lo menos que podía hacer por ellos “su” Dios. De manera que aquella curación fue recibida como quien recibe su correspondiente pago por los servicios prestados: Dios pagaba con moneda de curación. Y por eso, una vez ajustadas las cuentas, ¡Dios y ellos... estaban en paz, no se debían nada!       

Sin embargo había otro leproso, que por no tener no tenía ni el pasaporte judío. Este leproso era extranjero, sin derechos oficiales ante Dios. Lo cual significaba que si sucedía lo que de hecho sucedió, no era más que por un puro regalo indebido, por una gracia inmerecida, por un don inesperado.       

Efectivamente, no basta con pertenecer oficialmente a una comunidad de sal­vación, como era la judía, y como es nuestra Iglesia. No tenemos un derecho sobre Dios hasta el punto de poder cobrar nuestro servicio y nuestra virtud con una mo­neda de las que no se devalúan (luz, paz, salud...). Si Dios nos concede cualquier gracia, es por pura gracia, sin que ello deba generar en nuestra vida cristiana acti­tudes como las que Jesús denuncia veladamente en aquellos leprosos desagradeci­dos: la arrogancia, la vanagloria, la inercia y la rutina.       

Aquel samaritano, reconoció a Jesús, le pidió una gracia, la acogió y después la agradeció. Fue un hombre que se adhirió al Señor con su vida tal cual: enferma y extranjera. Y en su realidad concreta fue alcanzado por la gracia. ¿Tendremos noso­tros, desde nuestra extranjería y desde nuestra enfermedad, el valor para gritar también: Jesús, maestro, ten compasión de nosotros? Pidamos al Señor la gracia de pertenecerle cada vez más, poniendo fin a todas nuestras lejanías; pidámosle que vende nuestras heridas, terminando todas nuestras enfermedades que nos enfrentan a otros por fuera y nos dividen a nosotros mismos por dentro. 

+ Jesús Sanz Montes, ofm       Arzobispo de Oviedo       Adm. Apost. de Huesca y de Jaca


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