Sabado, 27 de abril de 2024

Varapalo al progresismo sobre la cuestión económica

No se sigue

 Cierto economista que visitó la China de Mao se sorprendió de contemplar cómo miles de trabajadores construían una presa a base de pico y pala. Preguntado el capataz por la razón de que no usaran excavadoras mecánicas, éste le contestó que porque eso dejaría sin trabajo a muchos hombres. “Ah -contestó el economista- yo pensaba que ustedes necesitaban una presa. Si es trabajo lo que buscan, cambien las palas por cucharillas.” Bryan Caplan, profesor de economía en la George Mason University, que ha escrito un libro titulado The Myth of the Rational Voter, pone de relieve, con ejemplos como éste, que los votantes favorecen siempre, en una democracia, las políticas irracionales. Y que los demagogos (racionalistas) del progresismo militante, para capturar ese voto, se apresuran a concederles lo que aquellos (irracionalmente) les pidan. Que después puedan cumplir sus promesas es harina de otro costal. Y además los incumplimientos se olvidan.

Una de las irracionalidades más extendidas en la percepción de los hechos económicos es que el bienestar, el progreso individual (y colectivo) depende de que uno tenga un trabajo… y no de lo que haga con él. Sin embargo, lo que importa es que se produzca más para prosperar más, lo cual suele implicar que se cambie constantemente de un trabajo menos productivo a otro más productivo, de la pala al tractor. La gente no entiende esto y los demagogos, por la cuenta que les trae, no se van a esforzar en explicarlo, en parte porque ellos mismos, debido a su ideología, tampoco lo entienden. Para una gran parte de la población nunca será comprensible, por ejemplo, que los beneficios privados rindan beneficios públicos, o que los intercambios con el exterior sean beneficiosos para todos. De ahí se deriva que el mercado, uno de los grandes ágoras de la democracia, sea visto siempre con suspicacia y que en ese caladero arroje sus redes el gran adulador.

Que la prosperidad dependa del empleo más que de la producción es una vieja percepción que la progresía socialista de hace unos decenios nos restregaba por las narices a los capitalistas de la democracia formal, por ejemplo cuando afirmaban que en la entonces llamada Unión Soviética no existía el paro, ni la inflación, ni otros achaques parecidos que corroían a los países del mundo libre (y que acabarían por hundirlos, tarde o temprano, aunque luego lo que se hundió, ¡mecachis!, fue el Muro de la vergüenza.) Lo que no decían, tal vez porque no lo supieran ver, pues la ideología lo enturbia todo, es que si un ingeniero no tenía trabajo de lo suyo se le ponía a abrir zanjas o de ascensorista, aunque en el ascensor al que se le destinaba ya trabajasen pulsando botones… otros dos ingenieros más. En cuanto a lo de la inflación, ¿para qué iban a calcularla, si el régimen era el dueño de la ceca?

El problema del progresismo es que no aprende. Ya Aristóteles, en la Metafísica, tuvo un barrunto de esta deficiencia política cuando escribió lo siguiente: “los animales tienen por naturaleza sensación y a partir de ésta en algunos no se genera la memoria, mientras que en otros sí que se genera, y por eso estos últimos son más inteligentes y más capaces de aprender que los que no pueden recordar.” A decir verdad, el animal progresista no es que no tenga memoria, porque recuerda lo que quiere y lo que le conviene, sino que es incapaz de reconocer sus errores, lo cual, más que un problema cognoscitivo, se convierte en un problema moral de incalculables consecuencias, porque siempre están dispuestos a repetir sus fracasos, y además al precio que sea. Es la consecuencia de dar primacía a las ideas antes que a las realidades, lo cual conduce siempre a la ceguera y a la cerrazón. Un buen ejemplo de irracionalidad incombustible nos lo proporciona, por ejemplo, el caso del juez Thomas en los Estados Unidos y el curioso approach progresista que de él se hace estos días. 

Clarence Thomas es el único magistrado negro del Tribunal Supremo de los Estados Unidos, una figura, pues, de enorme relevancia en el país. Ahora acaba de publicar un libro de memorias, My Grandfathers Son, extraño título que sólo quiere indicar lo mucho que él debe a su padre putativo (su padre verdadero le abandonó), quien realmente le cuidó y a quien él confiesa deber todo lo que es, “el hombre más grande que yo haya conocido nunca.” Él fue quien le inculcó los valores de la disciplina, del trabajo duro, en la escuela y en el campo, y de la rectitud. Nacido en condiciones de extrema pobreza, en un slum de Savannah, no sólo debió afrontar el ser un muchacho negro en un Sur segregacionista, sino formar parte de la aislada comunidad Creole, despreciada por otros negros. Intentó convertirse en sacerdote, pero tras el asesinato de Martin Luther King dejó el seminario. 

El camino que le condujo al Tribunal supremo interesa poco ahora, pues de lo que se trata es de aprovechar el caso del juez Thomas para juzgar otra cosa, la contumacia y la mala fe del progresismo, blanco o negro, que en esto no hay diferencia apreciable. Para cualquiera que sólo conociera la escueta información biográfica que hemos pergeñado en el párrafo anterior, Clarence Thomas sería un caso gozoso de integración racial, una prometedora esperanza de que tal cosa es posible en un futuro no muy lejano. Pero ocurre que el juez Thomas es un traidor. “Uncle Thomas is a traitor”, rezan las pancartas que se enarbolan contra él. ¿Por qué? Pues porque el tío Tomás es conservador, republicano, si a alguien le gusta más esa denominación. Y no sólo eso: el más conservador del Alto tribunal. ¡Enorme! 

He aquí una contradicción flagrante, una imposible conclusión, un non sequitur que las premisas “negro” y  “de origen miserable”, según las exigentes normas deductivas del catecismo progresista vigente, no permitirán jamás. Ebony, un magazín para negros políticamente correcto hasta en el nombre (¿para cuando un contrapartida titulada Snow, o Lemon, o lo que sea, y que no ofenda a nadie?), omite el nombre del juez en una lista de los 150 negros americanos más influyentes. No es casualidad tal ostracismo, que, por otra parte, también falta a la verdad, pues Mr. Thomas es cualquier cosa menos poco importante en los Estados Unidos. Circulaba por España, todavía hasta hace poco, la despectiva expresión “es más tonto que un obrero de derechas”, ajustado exponente de la tontuna izquierdista, más impermeable que un corcho, y tan dura como su correspondiente alcornoque, a la hora de entender las cosas humanas y su coeficiente inevitable de imprevisión y libertad.

Como era de prever, no sólo se anatematiza al hereje, también se le difama, un conocido truco leninista que todo aspirante a izquierdista aprende pronto en el parvulario de la secta. Por eso le han sacado a Anita Hill, una antigua empleada que le acusa de abusos sexuales. Típico. Pero Thomas no sólo lo ha negado, sino que les ha devuelto el golpe, acusando a los demócratas del Senado de intentar con él un “linchamiento high-tech para negros que se atreven a pensar por sí mismos.” Y aquí, en esta última sentencia, como corresponde decir de toda proferencia que salga de la boca de un juez, se pone de manifiesto una vez más el cinismo, la malevolencia y la hipocresía del progresismo: dicen amar al pueblo, o a los negros, o al pez-martillo si se tercia, pero siempre que no se salgan de los límites permitidos. Es decir, siempre que renuncien a ejercer su libertad de ser ellos mismos. A ser lo que quieran. ¡Incluso negros y republicanos!


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