Sabado, 23 de noviembre de 2024

Miedo a la realidad

Sueño y ceguera de Europa

Con seguridad puede afirmarse que el viejo sueño de la libertad, la independencia y la igualdad, largamente incubados en la Europa cristiana, hallaron antes que en ninguna  parte su más propicio solar en América, la cual, ya en el preámbulo de su Constitución, postulaba la necesidad de asegurar “las bendiciones de la Libertad para nosotros y para nuestra posteridad.”  Desde entonces, nadie ha conservado, defendido y ampliado mejor the Blessings of Liberty que los Estados Unidos de América, hasta el punto de que en Europa son muchas las naciones que les deben, al menos desde 1945, su libertad y aun su prosperidad, lo reconozcan o no. Por eso se comprende tan mal la inquina antiamericana y su imperdonable ingratitud.

Una causa de esa animadversión es que Europa ha sido desplazada en muy breve tiempo, menos de un siglo, de todos los centros decisorios del poder económico, científico, cultural y estratégico por América, y no precisamente debido a una derrota militar, sino pacíficamente. El canto del cisne europeo tal vez fuese entonado definitivamente cuando la crisis de Suez de 1956, en que la intervención militar anglo-francesa (e israelí) en Egipto, tan mal llevada por otra parte, hubo de recular a instancias de intereses  planetarios que Europa ya no estaba en condiciones de encarar. La negativa de Foster Dulles, el Secretario de estado norteamericano, a apoyar aquellas operaciones bélicas supuso una grave humillación de la que Europa aún no se ha repuesto.

Es un hecho trivial de la psicología el resentimiento que algunos guardan contra el acreedor que les ha favorecido. Y es también un hecho cotidiano comprobar cómo la postergación social se refugia a veces en el empecinamiento de los propios estigmas. Fue lo que ocurrió en Estados Unidos en los sesenta, por ejemplo, cuando los negros empezaron a vivir con impaciencia los escasos resultados de la integración política y racial y prefirieron desempolvar los recursos más tribales, como la indumentaria o el peinado afro, signos más que evidentes de su derrota social, por mucho que hoy la ideología progresista los reverencie como la flor y nata de la multiculturalidad.

 Algo parecido ocurre en Europa, y sobre todo en Francia, donde se observa un desdeñoso distanciamiento con todo lo que provenga de América, sea excelente o no. Se da aquí la extraña circunstancia de que la práctica no confirma ese desdén, pues la cultura norteamericana se impone por doquier entre la gente, aunque por ceguera voluntaria esto no se quiera ver. Y, por otra parte, esta extendida actitud, que ha prendido en el continente entero, se muestra como una contradictoria involución política y mental, pues supone una vuelta a las actitudes premodernas, que consideran bajo y plebeyo todo lo que proceda del trabajo, la industria o el éxito y carezca del sello de la distinción aristocrática tradicional. ¡Curiosa manera de contraponer el modelo igualitario americano con la insignia de la distinción feudal! Y es así  como corre la insidiosa especie de que América es un país de bárbaros enriquecidos, sin clase ni maneras, como las de Europa, y acostumbrados a mangonear el mundo mascando chicle y con toscas pretensiones de imperio universal.

 Esta imagen deformada de la verdadera naturaleza y alcance de la gran democracia americana obedece a dos razones principales, que trataremos de explicitar brevemente aquí: la ignorancia y la mala fe. Pese a que, gracias al cine, muchos son los que conocen más la historia y la sociología americana que la de su propio país, la ignorancia general al respecto es abrumadora, incluso entre las capas más cultas de nuestra sociedad. Esta ignorancia resulta ser doblemente culpable. Primero, porque no se puede vivir de espaldas a lo que es y hace la nación más importante de la tierra, que además es el faro político y económico de la libertad que debiera iluminar a Europa, entre otras cosas porque, como decíamos más arriba, Norteamérica fue en un tiempo nuestro sueño político más rutilante. Pero también porque aquel país resulta ser el crisol donde se amalgaman los elementos que han conformado el mundo actual y que probablemente seguirán conformándolo durante mucho tiempo más.

Porque conocer un país, entenderlo, no puede quedar al arbitrio de un simple viaje de turismo, ni de una mirada impresionista, ni de los dictados del prejuicio o la mentira, ni siquiera de la mera residencia pasiva en él. Es necesario inmergirse en su historia, en su sistema político, en su cultura, en suma, en lo que Max Savelle tituló, con absoluta propiedad, como civilización americana en un libro notable publicado en 1957: A Short History of American Civilization. Sólo entonces empezará a entenderse la magnitud de ese continente, no sólo geográfico, que representan los Estados Unidos. A este respecto, tal vez fuera pertinente traer a colación las agudas observaciones que el gran filósofo español Julián Marías escribió en 1956 sobre el desconocimiento de América y recogidas en un libro profundo y bello, como todos los suyos, Los Estados Unidos en escorzo.

 Escribe Julián Marías: “Siempre me habían producido insatisfacción casi todos los libros sobre los Estados Unidos que había leído; después de residir allí, confieso que la insatisfacción se ha trocado con frecuencia en irritación. ¿Por qué? ¿De dónde les viene su deficiencia? De dos fuentes principales: la información y los supuestos previos.” Se sorprende Marías de que la mayoría de los libros hablen muy poco de lo que el autor “ve” realmente, pues suelen referir datos y estadísticas u opiniones de otros, es decir, “un contenido que igual habría podido escribirse desde Europa, ahorrándose la travesía.”

 Después, los visitantes se dedican a ver monumentos, pero en América hay pocos monumentos; a residir en hoteles, que son iguales en todas partes; “a referir cosas pintorescas, como rascacielos, alguna enorme factoría, un par de lugares de diversión, un drive-in, un barrio negro…” El paisaje se ve desde la ventanilla del avión o desde el coche y sólo en una estación del año. Se camina por las calles, pero las calles americanas no tienen la misma función que las europeas, donde pasear es una costumbre secular…  Para Julián Marías esa información, aun sin ser tendenciosa, resulta precaria. Dice: “La vida humana sólo se entiende desde dentro, nunca como espectáculo, de ahí que el turismo sólo nos dice algo de una forma de vida cuando ésta, en sus líneas generales, coincide con la nuestra; pero en el caso de los Estados Unidos las diferencias son esenciales. Lo que se ve desorienta, porque sólo se lo entiende viviéndolo, y si se proyecta sobre ello otra estructura de vida, a saber, la nuestra, se lo malentiende, es decir, se ve otra cosa.

 De ahí que la visión de los Estados Unidos requiere bastante  largo tiempo y, más aún, una inmersión real en esas formas: ganar dinero, tener una casa y hacerla marchar, comprar, viajar, ir de un lado para otro, tener vecinos, hacer amistades, y sobre todo trabajar.” Etcétera. (Julián Marías, Obras III , Madrid, 1964, pp. 353 ss.).

 Ignorancia y mala fe, decíamos antes. Sirvan las anteriores palabras del filósofo español como ejemplos que nos ilustran sobre la ignorancia, la banalidad o la inadecuada perspectiva a la hora de entender a los Estados Unidos. Queda ahora añadir algo sobre la mala fe, propia de la intelectualidad progresista, esa legión subvencionada para difundir la confusión o, como decía Revel, la mentira por el mundo. Lo primero que hay que decir es que, desatender lo que realmente es América es cegarse para uno de los experimentos sociales e históricos más grandes que nos ha sido dado vivir a los contemporáneos. Esa desidia, esa mala fe quedará perfectamente ejemplarizada con unas palabras de un gran liberal francés, Raymond Aron, pronunciadas en la Universidad de California en abril de 1963: “Raros son los historiadores que, en Francia, eligen los Estados Unidos como campo de sus investigaciones. Los Estados Unidos han sido objeto de sueños, de mitos, de pasiones favorables u hostiles, antes que objeto de estudio. Tal vez no se trate del todo de una coincidencia el que una tesis monumental haya sido presentada recientemente en la Sorbona, no sobre la política norteamericana a principios del siglo pasado, sino sobre la imagen de esa República ante la opinión pública francesa.” (Ensayo sobre las libertades, Madrid, 2007, p. 9.) ¿Hace falta comentario?

 Se maravillaba Tocqueville en su viaje a América en 1831 de la igualdad de condiciones que predominaba en ese país, pues, más allá del gobierno y las leyes, la igualdad “crea opiniones, engendra sentimientos, sugiere usos y modifica todo aquello que aquél no produce.” Algo así sigue explicando la solidez, la vitalidad y la permanencia de la democracia y de la libertad individual en los Estados Unidos de hoy, pero hay que querer verlo. Por nuestra parte, esos mismos principios quisiéramos ver  implantados aquí. Son la garantía de nuestra pervivencia y de nuestra dignidad como hombres libres. Contra la ignorancia, la ceguera o la mala fe, merece la pena luchar por ellos: no hay futuro al margen.  


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